Chelo Matesanz, Peliqueiros, 2007. Pespunte sobre lona
CHELO MATESANZ. MIS COSAS EN OBSERVACIÓN
Susana Cendán
En primer lugar felicitar a la comisaria de la exposición, Chus Martínez Domínguez, por haber conseguido hacer realidad un proyecto que, tratándose del CGAC, le imprime un brillo esperanzador a una institución que no parece encontrar el norte –a pesar de habitar geográficamente en él–. Parece mentira que la solución resida al otro lado de la esquina, en una artista cuyas propuestas están a la altura de las de cualquier star internacional, pero a la que el papanatismo imperante no supo o quiso ver. En fin, que como señala el grafiti de tela situado en el hall de entrada al CGAC, y con el que se inicia la visita a la exposición de Chelo Matesanz, “Dios nos ayude a aceptar todo aquello que no podemos cambiar”.
Galicia está llena de artistas a las que una institución puntera como el CGAC debería reconocer su trayectoria. Y no me sirve la excusa de que no hay presupuesto. Los que nos dedicamos a esto sabemos que se puede hacer mucho con muy poco. Todo es cuestión de voluntad y del conocimiento de nuestra particular idiosincrasia, la cual, más allá de mercadeos, cuestiones ideológicas o afinidades estéticas, debe tenerse inexcusablemente en cuenta a la hora de programar la principal institución de arte contemporáneo en nuestro país.
Chelo Matesanz (Reinosa, Cantabria, 1964) no es gallega, pero como si lo fuera. No sólo lleva años formando a las generaciones de artistas salidas de la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra, en donde es profesora titular de pintura, sino que, y como bien reflejan algunas de sus obras, demuestra ser una audaz conocedora de algunas de nuestras tradiciones populares más fascinantes, reinterpretándolas y aportando una visión nueva y estimulante sobre las mismas. Es el caso de los Peliqueiros* de Laza (Ourense), unos personajes carnavalescos ataviados con una indumentaria barroca y peculiar que se dedican a amenazar con su fusta a aquellos que se interponen en su camino o no los respetan.
No me extrañaría que la atracción de Chelo por estos personajes proceda de un interés doble: de la particularidad de su indumentaria, con sus caretas de madera adornadas con pompones y pintadas con motivos animales, y de lo que simbólicamente representa el propio Peliqueiro: un personaje que, oculto tras una careta –un buen Peliqueiro nunca se quita la careta– está siempre dispuesto a dar estopa. Un poco como muchos entendemos la obra de Chelo Matesanz: semejante a un dedito sutil que a poco que te descuides lo encuentras escarbando en el ojo.
Razones la verdad es que no le faltan. Y si de lo que se trata con esta retrospectiva es hacer un stop y reflexionar –u observar– sobre lo hecho a lo largo de casi treinta años de carrera, la conclusión para los que admiramos la obra de esta mujer irreverente, parece tan clara como sus intenciones: lo hecho, bien hecho está. No sobra nada. Su forma de entender las temáticas de género, la sexualidad, la infancia o la historia del arte y sus mitos la sitúan en un pedestal único: pocas se atrevieron a llegar tan lejos en la desmitificación o en la representación sin velos de determinadas cuestiones.
Sus primeras series protagonizadas por personajes de Disney que manipulaba añadiéndoles órganos sexuales de manera provocadoramente explícita, la individualizan frente a las obsesiones baudrillardianas de muchos artistas de los noventa, en las que el mundo perfecto de Disney era el origen de un complejo sistema de simulaciones. La obra de Chelo no sólo mostraba un mundo “orgánicamente” invisible sino que lo hacía de la manera más bestia posible.
Chelo Matesanz, Lo que Lee Krasner podía haber hecho… pero no hizo, 2002. Tinta sobre papel
Una de las series más fascinantes de la exposición es la dedicada al matrimonio Pollock. El origen es la pieza audiovisual “Chocolate Molinillo” (2001) en la que la artista “masturba” a un muñequito de plástico, bajándole el pantalón con sus manos, y cuyas salpicaduras de tinta –léase semen– son el origen de la serie de pinturas tituladas “Lo que Lee Krasner podía haber hecho… pero no hizo” (2001). Creo que si Lee Krasner levantase la cabeza se sentiría feliz con el homenaje, y con la patada en el culo a su pareja, un artista mistificado por la crítica y por el público cuya trayectoria no habría sido la misma sin el apoyo de mujeres fundamentales como la propia Krasner –la cual aguantó todas sus inseguridades– o Peggy Guggenheim, la cual le asignó una renta mensual que le permitió abandonar trabajos mal remunerados e insulsos y dedicarse únicamente a la pintura.
El resultado son una serie de papeles plagados de chorretones de tinta roja, y enormes murales de loneta con fragmentos de fieltro cosidos que simulan calculadas eyaculaciones, aunque popularmente deberíamos denominarlas “corridas”, pues eso fue lo que provocó durante largo tiempo la hegemónica figura de Pollock en el imaginario artístico de medio mundo: infinitas “corridas” de gusto.
Y es que el dadaísmo daliniano de Chelo no es apto para todos los públicos. A muchos se les quedarán los ojos como platos –o como fuentes– cuando observen su obra en perspectiva. Incluso la crítica apreciable en sus trabajos de costura –tan imitados– no se parecen a nada. Es difícil saber si la artista sube o baja montañas. Hasta en eso es más gallega que nadie. Porque su humor –profundamente corrosivo– está salpimentado de una retranca brumosa difícil de penetrar.
Sabemos, eso sí, que la costura le interesa lo justo. Que con el feminismo adopta una posición ambigua: de toma y daca. Que la sexualidad es un medio y no un fin, para explorar el lado salvaje de nuestras obsesiones más inconfesables. Que el arte puede llegar a provocarle pereza, incluso. Que el humor es y será siempre un refugio. Y, que si lo pespunteamos todo pacientemente, lo que queda es un enorme bostezo que, con una media sonrisa, nos advierte “te conozco bacalao aunque vayas disfrazao”.
* Otro tanto podríamos decir de las obras protagonizadas por los Zamarrones, personajes del carnaval del Valle de Polaciones en Cantabria, con su espectacular tocado de flores, al que la artista homenajea en otra serie de obras.
Chelo Matesanz, Mis cosas en observación, CGAC. Centro Galego de Arte Contemporánea, Santiago de Compostela. Del 4 de abril al 8 de junio de 2014.
Chelo Matesanz, La letra con sangre entra, 1994. Pespunte sobre tela
Chelo Matesanz, Sin título. Producciones Chelo Matesanz, 1995. Collage