CATACLISMO

LA IMAGEN DE LA MUJER EN LA COLECCIÓN DE ARTE DE LA REGIÓN DE MURCIA

Juan Bonafé. Retrato de Magdalena Bonafé. 1930. CARM

Mª Isabel Vera Muñoz, Juan Ramón Moreno Vera y Mª Isabel López Vera

Nos encontramos ante una sociedad cambiante en muchos aspectos, sobre todo en el tecnológico, pero el aspecto que queremos destacar aquí es el cambio que se ha producido en el mundo de los valores y, fundamentalmente, en los que afectan al mundo de las mujeres. El rol desempeñado por la mujer occidental a lo largo del siglo XX es muy diferente al que desempeñaron sus antepasadas. Las dos guerras mundiales y la entrada de las mujeres en el mundo laboral, en un terreno que era exclusivo de los hombres, hizo posible que aquellas saliesen del hogar y comenzasen a ocupar el sitio que había estado reservado a los hombres en exclusiva. Los derechos los irán consiguiendo lentamente, como el derecho al voto y a decidir las tendencias de quienes les gobiernan. Las libertades también llegarán de manos de los legisladores, aunque habrá mucha diferencia entre la legal y la real, ya que la sociedad, el entorno y la familia van a cambiar mucho más lentamente que las leyes. En el arte el cambio es todavía lento.

Acompañando a este nuevo rol, las mujeres van a tener que tomar decisiones, van a tener que realizar tareas que nunca habían realizado, van a tener que compartir su mundo exclusivamente “femenino” con otro, en el que los hombres también compiten con ellas. Hasta entonces sus valores estaban fundamentados en su papel de guardiana del hogar, fuese cual fuese su estado civil, ahora se encuentra con un mundo nuevo que tiene sus ventajas, mayor libertad, independencia económica, autonomía personal… pero que también tiene sus inconvenientes como la relegación de la maternidad, la competencia irracional o desleal, la incomprensión social y el ninguneo de la valía personal y profesional frente al hombre.

Bien, pues todos estos cambios se van a ver reflejados en las artes, sobre todo en la pintura, pero el mundo del arte aún está gobernado y controlado por los hombres, por lo que no siempre van a reflejarse como realmente están sucediendo. La mayor parte de las veces, los hombres no han visto o querido ver estos cambios y la imagen que reflejan las obras artísticas sobre la mujer es, en muchos casos incompleta, en otros errónea y, casi siempre, falta una visión real de lo que representa la mujer occidental en nuestra sociedad. Aunque no faltan autores o artistas, aunque son minoría, que reflejan a la mujer tal como se ve ella misma. En esta minoría no hay diferencias entre hombres y mujeres.

La colección. La colección de arte de la Región de Murcia comienza en el siglo XIX con la implantación administrativa de la Diputación Provincial de Murcia. A finales de ese siglo, la Diputación comienza a promover el aumento de dicha colección gracias a las becas que concedía a pintores locales para marchar a Madrid o al extranjero –normalmente a Roma o a París–. Como condición de la beca, estos pintores debían enviar obras de arte a la Diputación mientras realizaban su estancia. Además la Diputación Provincial también aumentó sus fondos gracias a los inmuebles que gestionó y de los que proceden algunas de sus obras más antiguas, el ejemplo más claro fue el del Palacio de San Esteban que quedó en manos de la Diputación al haber sido sede de la Casa de la Misericordia, gestionando así mismo las obras de arte que en él se encontraban.

Ya en el siglo XX, la colección fue aumentando gracias a compras y nuevas becas que no dejaron de favorecer el arte murciano. Además la administración ideó nuevos métodos para promover el arte y a la vez aumentar su colección, así por ejemplo se crearon los premios Villacís de pintura y los premios Salzillo de escultura, que conllevaban que la Diputación conservase en propiedad las obras vencedoras de los mismos. Además a principios de siglo se fundó el Museo provincial de Bellas Artes donde muchas de estas obras podían ser expuestas.

Esta colección, que se fue formando en el tiempo, fue heredada por la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia (CARM), cuando la administración regional absorbió a la provincial en 1982, pasando a ser la nueva institución la encargada de proteger, restaurar, conservar y estudiar las obras de arte.

Con la Comunidad Autónoma como gestora la colección tomó una dimensión nunca antes conocida, al crearse todo un sistema de adquisiciones para que esta fuera aumentando, así como la puesta en marcha de nuevos mecanismos de promoción cultural que engrosasen la colección. En los años 80, el clasicismo imperante en las compras autonómicas, empezó a revertir a favor de obras contemporáneas. Así se establecieron las bienales de arte de Murcia, tanto de pintura como de escultura. Estas bienales consiguieron que un gran número de artistas de fuera de la Región de Murcia vinieran a participar aquí en exposiciones, siendo un incentivo foráneo que abrió la mente de muchos de los artistas murcianos que entonces comenzaban su carrera. Los fondos de la Comunidad Autónoma aumentaron vertiginosamente, también, gracias a otras propuestas, como las becas de creación plástica que concedía la Consejería de Cultura. Este aumento en las colecciones ha continuado hasta nuestros días gracias a proyectos como el taller Nuestros retratos o los concursos de pintura rápida que actualmente organiza la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales. Además desde el Instituto de la Juventud se vienen celebrando en diversos ámbitos artísticos los concursos Murciajoven que todos los años hace aumentar la colección, ya sea en pintura, escultura o en fotografía.

Así pues, como consideración general hay que tener en cuenta que la gran mayoría de las obras que posee la Comunidad Autónoma pertenecen al arte murciano del siglo XX, aunque también se conservan obras del siglo XIX, alguna del XVIII, y las que se están adquiriendo en el nuevo siglo XXI.

La imagen de las mujeres. No existen imágenes neutras, todas reflejan o quieren reflejar algo; la historia del arte está plagada de imágenes que quieren influir de una manera u otra en la persona que las mira, haciéndole partícipe de aquello que representan o quieren representar. Sin necesidad de remitirnos a la prehistoria y a las “venus” prehistóricas, vistas como compañeras sexuales y matronas, recordemos las imágenes de los carteles propagandísticos de los totalitarismos en Alemania, la URSS, China, Cuba, o de los mismos contendientes de nuestra Guerra Civil, todas pretendían influir en la población hacia la que dirigían sus mensajes. Toda imagen pretende ser persuasiva, pretende convencer de la ideología que la impregna y será utilizada para este fin en todas las épocas de la historia, aunque unas veces con más acierto que otras.

La imagen se instala en nosotros impregnando y contaminando nuestros pensamientos, de tal manera que muchas veces consiguen y logran cambiar nuestra forma de pensar y actuar sin que nuestra consciencia se percate de ello.

Así, cuando un pintor crea una imagen femenina está interpretando una realidad, su realidad, que puede coincidir o no con la realidad del mundo que le rodea. Esto es, todo lo que aparece en una imagen responde a las intenciones del pintor y estas intenciones responden a una manera de ver y entender del autor, responde a unos valores personales y sociales, en resumen, a una ideología que diría Pérez Gauli (2003).

La imagen de la mujer en la pintura occidental no ha sido siempre la misma, ha evolucionado a lo largo de la historia según el rol que la sociedad le ha ido asignando en cada momento, lo que ha permitido que, en razón del cambio y la continuidad que preside todo proceso histórico, nos encontremos con muy diversos tipos de imágenes femeninas, de manera que muchas son las imágenes de las mujeres que podemos encontrar en la pintura, desde la mujer como madre procreadora, diosa, objeto erótico, compañera del hombre, marginada, religiosa, trabajadora, independiente, poderosa, intelectual o dueña de su destino, pues muchos han sido los estereotipos de rol o de rasgo elaborados (Loscertales y Núñez, 2009) por la sociedad y en cierto modo reflejados por los pintores, sobre la figura femenina.

Nuestra selección. De la colección hemos seleccionado aquellas obras que representaban claramente una imagen determinada de la mujer. Siguiendo un orden temporal, de las más antiguas a las más recientes, nos encontramos con la imagen de la mujer compañera del hombre, bien como esposa o como madre, como es el retrato atribuido a Micaela Serrano Pérez. La obra es una cornucopia que se encuentra ubicada en la murciana Iglesia de San Juan de Dios.

Micaela Serrano (De la Peña Velasco, 2010) nació en Membrilla –Ciudad Real–, en 1692 contrajo matrimonio con Julián Marín y Lamas, quien fue enviado a Murcia como Secretario del Santo Oficio del Tribunal de la Inquisición en 1690. Hasta 1708 vivió Micaela en Murcia, ese mismo año murió, quedando a muy temprana edad sus seis hijos huérfanos de madre.

En este primer retrato ya nos podemos dar cuenta de que la imagen pública de Micaela Serrano aparece vinculada a la del hombre, por lo que desde el primer momento su identidad como mujer viene marcada por la subjetividad masculina, mostrando una imagen que va unida a su condición de madre y esposa fiel.

En efecto, este tipo de imagen cumple a la perfección con la clasificación de López Fernández (2006), e incluye este tipo de retrato al caso de la mujer como “madre” que tiene, obviamente, un componente positivo en la representación, como figura protectora, amante y cariñosa, aunque su identidad como mujer independiente no se ve reflejada en ningún momento.

Anónimo, Retrato de Micaela Serrano, h. 1705. CARM

La obra se debió pintar a finales del siglo XVII o principios del XVIII, ya que Micaela Serrano murió en 1708. En su retrato, la protagonista luce sus mejores galas con un vestido a la francesa azulado del que apenas vemos el peto con caída triangular que se ajusta al cuerpo y que muestra la camisa blanca de manga tres cuartos. El escote redondeado deja libre el pecho y el cuello donde Micaela porta un colgante de plata que hace juego con los pendientes. Con la mano derecha sostiene un abanico cerrado al tiempo que con la mano izquierda muestra una rosa, símbolos siempre vinculados a la Virgen María y a la feminidad. Recatada, elegante, a la moda y portando símbolos femeninos, Micaela se presenta como una mujer cercana a la aristocracia y buena acompañante de su marido, pese a que la mirada perdida nos transmita cierta frialdad.

Otra imagen de la mujer, de gran tradición histórica, es la mujer piadosa o religiosa, como la pintura Mujer con velo. Este retrato pertenece ya al siglo XIX y es la obra de Germán Hernández Amores titulada Mujer con velo, una de las últimas obras que adquirió la Consejería de Cultura para completar la colección permanente del Museo de Bellas Artes de Murcia en 2009.

Sobre la vida y obra del pintor se ha ocupado Páez Burruezo (1995) con un buen estudio monográfico, sin embargo haremos un breve repaso para conocer mejor su obra. Aunque nacido en Murcia, marchó joven a Madrid, donde recibió una educación clasicista. En 1852 marchó becado a París y un año después se fue a Roma donde permaneció hasta 1857. Allí conoció a Overbeck y al círculo de pintores nazarenos alemanes que tanto influirían en su pintura. A su vuelta fue director de la Escuela de Artes y Oficios.

Quizás sea necesario entroncar esta obra de Hernández Amores con su etapa más netamente romántica, aunque sea complicado hacer una adivinación acerca de la fecha concreta en que pudo ser realizada. Se trata de un retrato de protagonista femenina, anónima, pintado al óleo sobre lienzo. En la representación aparece una mujer en posición de perfil, girada hacia su izquierda. Se trata de un retrato más amplio que el busto aunque sin llegar a ser de medio cuerpo, puesto que vemos el cuerpo de la mujer hasta el pecho.

En la obra predominan los colores ocres, y la figura femenina se presenta en el cuadro emergiendo sobre un fondo neutral de apariencia mágica, realizado con amplias y anárquicas pinceladas. La composición de la mujer es de enorme calidad técnica, logrando un efecto muy uniforme debido a lo apagado de los colores.

La mujer viste una túnica de color blanco con un amplísimo escote en “v” y presencia de adornos textiles en el hombro que podemos observar. La cabeza queda cubierta por un velo rosa de tonos apagados. El velo que cubre el cabello y los laterales de la cabeza de la mujer, cae por detrás en amplios y pesados pliegues, que recuerdan la estatuaria clásica.

Germán Hernández Amores. Mujer con velo. h. 1850. 56 x 46 cm. CARM

El rostro de la protagonista representa una belleza delicada y sencilla que atrapa al espectador gracias a una mirada melancólica que se pierde en el infinito. Las carnaciones del rostro y escote están muy bien trabajadas, gracias a unos discretos tonos rosáceos y la fuerza que imprime la iluminación lateral sobre la piel de la joven. El cabello parece partido en el centro, y de él solo vemos el flequillo que desciende por la frente con un intensísimo color negro azabache.

La fuerza del retrato radica en la profundidad y expresividad de la mirada. Pese a que solo apreciamos uno de los ojos de la muchacha, el color negro intenso de sus ojos y los párpados semi-entornados aluden a un cierto sentido de la tristeza, por lo que el espectador es capaz de comprender el estado anímico de la protagonista y, por tanto, de identificarse con la obra. Los labios, formados de nuevo a través de tonos rosas, esta vez más débiles que nunca, son gruesos y carnosos, mientras que la nariz y el mentón son pronunciados, definiendo así una cara fina y elegante, de una belleza muy sencilla.

Varios elementos de la obra nos podrían llevar a pensar que no se trata propiamente de un retrato al uso, sino que es posible que se trate de un estudio o boceto para un personaje que formaría parte de una obra más compleja, o tal vez la copia de un personaje femenino presente en otra obra de arte. Para empezar, la postura de perfil, no es en absoluto frecuente en los retratos de mitad del siglo XIX, y aún menos entre los retratos femeninos de esa época. Además la uniformidad de color y la atmósfera creada por el autor gracias a unos levísimos sfumattos no concuerdan con otros retratos femeninos del momento, realizados con todo lujo de detalle para mostrar al espectador la dignidad de la protagonista, así como la riqueza de las telas y las joyas que viste. La indumentaria nos está hablando de un retrato de gusto clásico en el que el personaje imita las túnicas blancas con las que solían vestir personajes femeninos antiguos como las sibilas o las vírgenes vestales. Por último, en la obra de Hernández Amores, podemos observar en la zona inferior cómo queda un rectángulo negro sin pintar, algo sumamente extraño si se tratase de un retrato encargado, puesto que es altamente probable que el patrón lo hubiera preferido acabado en su totalidad.

Otra obra del mismo autor con protagonista femenina nos presenta la imagen de una mujer poderosa, la reina Isabel II, de la que las crónicas destacan su morbidez, aparece con sus rasgos algo suavizados en los retratos oficiales. No en vano la hija de Fernando VII fue una reina muy querida por la población española como siempre contó Benito Pérez Galdós (2007). También es perceptible esta característica en el retrato de cuerpo entero que le dedica Germán Hernández Amores en 1862.

Isabel II fue hija de Fernando VII. Nacida en 1830, ocupó la corona desde los trece años de edad, gobernando en uno de los periodos políticamente más convulsos, con continuos pronunciamientos militares y la sucesión de las guerras carlistas.

La reina aparece retratada en el interior del Salón del Reino del Palacio Real de Madrid en un momento de plena madurez en su vida y una época de paz política dentro de su gobierno. Hernández Amores, al igual que hicieran Pascual y Valls y Federico de Madrazo, trata de dulcificar la fisonomía de una reina cercana a la obesidad. Para ello Hernández sigue las pautas del decorativismo superficial que estaba de moda en el retrato oficial francés de la época. El retrato de aparato se caracteriza por la búsqueda y representación del poder y el status de la reina, así pues Hernández Amores se centra en mostrar los elementos iconográficos que se asocian a la monarquía. Para Gutiérrez García (2005: 311) es fundamental el tratamiento convincente de las calidades de los tejidos. La reina porta un vestido blanco con encajes bordados sobre el que podemos ver la real banda de María Luisa, y del vestido surge un polisón de terciopelo azul que arrastra por el suelo. El gesto es inmóvil, noble y sereno, lo que sugiere cierta distancia con el espectador que aumenta la sensación de poder de la reina. Su mano derecha apoya sobre una mesa forrada en terciopelo rojo, sobre la que descansa un almohadón con la corona y cetro real. Tras la reina, en el fondo de la obra, se abre un suntuoso cortinaje que deja ver unas columnas de mármol, que indican la fortaleza regia. A la derecha del retrato observamos la presencia del trono real, otro de los elementos iconográficos que siempre se unen al retrato de aparato monárquico.

Germán Hernández Amores, Isabel II, 1862. 228 x 148 cm. CARM

Estilísticamente la obra abandona la sobriedad clasicista de la primera época de Hernández Amores y también se aleja del purismo nazareno según Gutiérrez. El encargo reviste un cuidado equilibrio formal y realista donde destacan un gran dominio del dibujo y un uso clásico del color. Al igual que la obra de Pascual y Valls, este cuadro sigue las pautas marcadas por el retrato oficial de la reina que hiciera su pintor de cámara Federico de Madrazo y Kuntz.

Los siguientes retratos femeninos que se conservan en la colección pertenecen ya al convulso siglo XX, en el cual las fronteras del arte se rompen y nuevos lenguajes entran a formar parte del espectro de estilos que conviven en una misma época. En el inicio de siglo la identidad femenina continúa escondida detrás del velo de la mirada masculina tal y como ocurría en los siglos precedentes.

Buen ejemplo es el retrato de Magdalena Bonafé Bourguignon, hermana del pintor Juan Bonafé, que realizó el propio hermano en los primeros años de la década de los 30. Volvemos a la imagen de la mujer compañera del hombre, en este caso como hermana, pero ya refleja una manera muy diferente de ver a la mujer, cumple con el rol de género pero no con el rasgo, por su ropa, su postura y su mirada. Magdalena estuvo ligada a Murcia, junto a su familia, no solo por ser de aquí sus abuelos, sino porque estuvo viviendo en La Alberca en la época en la que su hermano vino a vivir y a pintar aquí.

De ella se ha conservado este retrato a través del legado de Juan González Moreno, sin duda regalado por el pintor, que ha sido analizado por Rubio Gómez (CARM, 2009) de manera individual. El retrato que posee el Museo de Bellas Artes de Murcia y que es de titularidad autonómica representa a una Magdalena joven, alrededor de los 25 años de edad.

En la obra el carácter íntimo refleja muy bien el cariño del pintor hacia su hermana. La representación corresponde a 1930 y Magdalena aparenta aproximadamente 25 años de edad. En esta ocasión la protagonista es presentada en una actitud íntima y natural, con una apariencia joven y dulce. Magdalena se sienta en una silla de forma poco ortodoxa mientras posa de forma distraída para su hermano. La actitud cotidiana y espontánea se refleja en la forma de apoyar las manos sobre el respaldo de la silla.

El retrato se enmarca en un fondo neutro de colores verdosos que contrastan con la calidez y la cercanía de los colores de la indumentaria de Magdalena, que viste vestido rosa y un gran pañuelo blanco que ilumina todo el retrato. Sus grandes ojos negros atraen la atención del espectador, pese a que no miran directamente y se dirigen de forma ensimismada hacia el infinito.

Juan Bonafé, Retrato de Magdalena Bonafé, 1930. CARM

Otro buen ejemplo de estereotipo de imagen femenina en una obra de arte es el retrato deTeresa Estrada que pinta Antonio Gómez Cano en 1947. Es la típica imagen de la mujer como objeto de lujo.

Gómez Cano, que nació en 1912, comenzó su formación artística en Murcia (1923-1928). Frecuentó los ambientes de los pintores de la Generación de los 20. En 1932 se casó en la iglesia de San Juan de Murcia con Teresa Estrada. En 1933 marchó a Madrid donde estableció su residencia en 1941, aunque posteriormente pasó por Italia, Francia y Ámsterdam.

En 1948 consiguió, gracias al retrato de Teresa, el premio Villacís de pintura de la Diputación Provincial de Murcia. En este caso nos encontramos con un retrato que de nuevo podemos enmarcar dentro del ámbito de lo íntimo, ya que la mujer es representada por su marido. Su identidad femenina queda de nuevo al margen de la obra, al estar supeditada a la visión del marido, para quien posa de forma distraída y alegre dejando que sea el hombre quien ocupe el puesto más alto en la jerarquía familiar. Teresa aparece en un interior, que nos recuerda el ámbito privado de una casa –aunque bien pudiera tratarse del estudio del artista–. Aunque no vemos la silla suponemos que está sentada sobre una, y en el retrato destaca el estremecedor juego de luces que consigue Gómez Cano, en el que Teresa emerge resplandeciente del fondo oscuro y tenebroso que la rodea.

La representación formal de Teresa recuerda, en parte, a la del retrato burgués femenino del siglo XIX. Sin embargo la importancia de la línea y la claridad de los tonos del retrato del siglo anterior se han perdido ya en este siglo XX. La oscuridad del fondo nos recuerda a los fondos expresionistas que tanto gustaban al autor, la pincelada es rápida y brusca. El fondo se pierde en la obra como si se tratase de una fórmula informalista.

La figura de Teresa aparece monumental sobre este fondo atrayendo sobre ella todo el foco de luz, en un juego claroscurista que recuerda que Gómez Cano fue un apasionado seguidor de El Greco en algunos aspectos. Teresa aparece de frente, vestida con una blusa blanca de tela brillante que es capaz de reflejar la luz. Sobre la camisa lleva un abrigo de piel animal de un color beige apagado. El abrigo aparece simplemente apoyado sobre los hombros, por lo que los brazos de Teresa aún se pueden mover con libertad bajo la cubierta. Un brazo se apoya sobre el regazo y tira del abrigo hacia ella, el otro brazo se alza hacia el cuello, donde Teresa coge con la mano el collar de perlas que la adorna y que hace juego con los pendientes que lleva en las orejas.

Antonio Gómez Cano, Retrato de Teresa, 1948. 80 x 70 cm. CARM

Su rostro alargado se gira hacia su derecha, mientras que la tierna mirada la dirige hacia el pintor. En efecto su cara revela una mujer bondadosa dispuesta a proteger y cuidar de su familia tal y como su abrigo la protege del frío. Una vez más la mujer aparece identificada con valores como lo privado, lo íntimo, la ternura, la protección y, tal y como comentaba López Fernández (1989), como esposa fiel y objeto de ostentación por parte del marido.

En la segunda mitad del siglo XX vamos a comprobar cómo los cambios en el arte occidental tienen su reflejo en la representación femenina, provocando la emancipación de la identidad de la mujer, que comienza a mostrarse en las obras de arte con autonomía y personalidad.

Un ejemplo de esto lo encontramos en el retrato deMonique les Ventes,que realiza el pintor Mariano Ballester, su marido, y aunque este retrato aún se encuentra en una transición en la que la imagen de la mujer sigue siendo producto de la mirada masculina, ya se empieza a dejar ver la personalidad de la retratada. Es un ejemplo de imagen de la nueva mujer, que aún posee rasgos de modelos antiguos, como belleza, compañera y objeto de lujo, pero que también refleja otros de nuevo cuño como independiente, objeto de deseo o con identidad propia.

Monique les Ventes es una francesa que nació en 1931 en Lyon. Desde pequeña viajaba con su padre a París en busca de objetos raros que comprar en los mercadillos franceses. Esta afición se acrecentó al casarse con Mariano Ballester y venir a vivir a España. Aquí especializó su coleccionismo en los juguetes.

Cuando Mariano Ballester la pinta en 1963, Monique tenía 32 años y era una joven ya madura y casada. Su esposo, nació en 1916 en Alcantarilla y desde joven sintió especial predilección por la pintura, estando considerado como uno de los principales referentes en la generación puente de la pintura murciana.

El Retrato de Monique, que le valió en 1963 su segundo premio Villacís, es un enorme lienzo. En él representa de cuerpo entero a su esposa, quien aparece vestida de manera elegante gracias a un traje de noche amarillo y zapatos negros, apoyando una mano sobre una silla de tapizado rosa que sostiene un chal azul en su respaldo.

Gracias a la influencia de Picasso y de las experiencias de Puente Nuevo, Ballester introduce grandes novedades en el campo del retrato, como el plurimanchismo, también llamado técnica del confeti. El color se convierte en el elemento más importante de su obra, un color fuerte, expresionista, mezclado libremente sin esquemas que lo supediten, en el que queda patente la influencia de los alemanes Nolde o Ensor.

Hasta la fecha los retratos de cuerpo entero y gran formato parece que se habían reservado para obras oficiales de representación, pero como en el caso de Monique la mujer de clase media también puede ser representada en este formato.

Mariano Ballester, Retrato de Monique, 1963. 200 x 132 cm. CARM

Su gesto es sugerente e invita a la observación del retrato. Con piel pálida, permanece de pie junto a la silla en la que apoya uno de sus brazos. Este gesto conforma un contraposto muy escultórico, pese a la frontalidad del retrato. Su pierna izquierda se adelanta y flexiona, mientras que la derecha permanece inmóvil detrás, como si Monique estuviese reposando un instante en el que Ballester hace el retrato.

El vestido amarillo de gala se ajusta perfectamente al cuerpo de la protagonista, quien enseña los hombros gracias a que se trata de un vestido de tirantes muy delgados. Los zapatos de tacón negros sostienen a Monique que, en su gesto desequilibrado, se apoya en la silla sobre la que reposa el chal azul.

Podemos considerar que la identidad de la mujer avanza con paso firme gracias en parte a la representación de la totalidad del cuerpo. En el caso de Monique, vemos cómo su figura esbelta y escultórica conforma con la gestualidad parte del mensaje de seguridad en sí misma que el rostro de la protagonista también nos envía.

En su bello rostro, que transmite una gran seguridad, destacan sus labios de un rojo intenso y brillante. El pelo recogido le permite mostrar los grandes pendientes que le adornan y que llegan casi a la altura de la barbilla.

Los viejos estereotipos que unían a la mujer con la belleza, la modestia, la fidelidad o el decoro pronto van quedando atrás y la mujer asume en el retrato la identidad que ella misma ha comenzado a ganarse dentro de una sociedad que cada vez constriñe menos el papel de la mujer, y empieza a tener una vida social amplia fuera del hogar. Monique les Ventes aparece en la obra como una mujer independiente y fuerte, que no queda relegada a la vida privada del hogar donde posa con su mejor atuendo, sino que sale en sociedad, donde puede hacer gala de su educación e inteligencia a la hora de desenvolverse sola en la vida pública.

En este mismo sentido recogemos otro ejemplo que ejemplifica a la perfección esta nueva identidad femenina que comienza a aflorar y que se encuentra también en el fondo autonómico. Se trata de una obra que data del año 1968 y es el retrato de Constantina Pérez Martínezque hace Eduardo Arroyo. La imagen que nos muestra es el de una mujer fuerte, independiente y luchadora.La obra, que está en Murcia, y se titula Sama de Langreo (Asturias). La femme du mineur Pérez Martínez, Constantina (dite Tina) tondue por la police, no es la única versión que hizo Arroyo sobre Tina. El óleo, que fue pintado en 1968, representa a una mujer con su identidad femenina absolutamente intacta e independiente del hombre. Tina es representada por su propia historia y vida, y no la de su marido, padre o hermano. Este pequeño detalle supone un gran paso en la visión artística de la mujer española. Arroyo se interesa en ella, en su lucha por criticar al franquismo. Constantina era hija de un fusilado en la Guerra Civil Española, y tenía fuertes convicciones políticas de izquierdas. Se casó con apenas 18 años con Víctor Bayón, un minero asturiano.

En abril de 1962 prendió en Asturias la chispa de un incipiente movimiento huelguístico en el campo de la minería, lo cual suponía el primer movimiento en esa dirección desde el inicio de la dictadura, y estuvo apoyado por el nacimiento de las Comisiones Obreras. El marido de Tina cumplía condena en Cáceres, y las mujeres de los mineros, incluida Tina, jugaron un papel decisivo y fundamental en la lucha obrera. El movimiento obrero fue encabezado en Sama de Langreo por las mujeres de los mineros, y en esa misma localidad la represión fue brutal contra las manifestantes.

Tina fue detenida por la policía y torturada en unos inhumanos interrogatorios policiales. Como muestra de vergüenza por no claudicar, la policía decidió rapar su pelo al cero, y fue amenazada y coaccionada para que no revelara quién era el culpable de ese trato contundente. La huelga de los mineros asturianos fue símbolo de firmeza para toda España, aunque fuera silenciada por el franquismo. Pese a todo, en 1965 Tina y su hija fueron detenidas, siendo liberada la hija, pero muriendo Tina debido a las torturas de la policía. A Constantina Pérez y otras mujeres de mineros asturianos que lucharon en las huelgas de 1962, fue a quienes quiso rendir tributo Eduardo Arroyo en este retrato de Tina, en el que la representa sobre un fondo de color grana, que recoge una franja diagonal con la bandera rojigualda española en la esquina superior derecha de la obra. Tina aparece como una figura en tres cuartos, vestida de forma irónica de flamenca con un traje tradicional español de color azul verdoso que tiene estampación de flores en color amarillo.

Su rostro, de forma redondeada, con prominentes mofletes y mentón, sugiere un semblante triste, reflejo sin lugar a dudas de las terribles humillaciones que Tina tuvo que soportar debido a la presión policial tras la huelga de los mineros asturianos. Los brillantes y carnosos labios rojos contrastan con la mirada perdida de una protagonista entristecida. Los adornos de la vestimenta completan la imagen de Tina. Sobre su pelo rapado al cero emerge una peineta roja y negra, que hace juego con los pendientes romboidales que son del mismo estilo y color. Del cuello cae un colgante de perlas grandes y azules, que hacen juego con el vestido azul que viste nuestra protagonista.

Eduardo Arroyo, Sama de Langreo (Asturias). La femme du mineur Pérez Martínez, Constantina (dite Tina) tondue por la police, 1968. 102 x 82 cm. CARM

Eduardo Arroyo presenta en su obra una imagen inédita de la mujer en la historia del retrato español. Tina no tiene un marido poderoso, al contrario, es esposa de un hombre humilde, pobre y encarcelado. Tina es una mujer fuerte y con carácter, luchadora incesante y rebelde con el régimen autoritario impuesto. Es la identidad de miles de mujeres en la España de los años 60, aunque en el retrato es difícil encontrarlas representadas.

La identidad femenina es una realidad en nuestro arte, y los anteriores clichés femeninos de la bondad, la gracia, la belleza y la mesura aparecen quebrados por nuevos conceptos que se asocian a la mujer como la fortaleza, la lucha, el orgullo o la participación social.

Arroyo es uno de los artistas más importantes de la transición española. Había estudiado Periodismo, y se formó desde 1957 en París, donde comenzó su carrera dentro de las artes plásticas. Su vocación periodística influye de una manera sobresaliente en sus obras, ya que suele usar un estilo cercano al pop art que estaba muy presente en el periodismo y en la publicidad. Suele utilizar temas cotidianos para desmitificar la realidad y para denunciar convencionalismos sociales implantados en España con humor e ironía. Su manera de pintar es ágil y dinámica, utilizando colores planos con una dependencia total y completa al dibujo y a la línea.

En el caso del retrato de Constantina Pérez Martínez, pese a estar pintado por un hombre, esa nueva imagen de la mujer en el retrato español está conectada con las ideas de Alario (2000) sobre la dignificación de la propia mujer en el arte occidental: por un lado el autor cuestiona con ironía la imagen de la mujer, gracias al traje flamenco y la peineta, mientras por otro pone en juicio el cuerpo femenino, que en este caso aparece rapado al cero debido a las torturas policiales.

Finalmente, debemos citar otro modelo dentro de la imagen de la nueva mujer, se trata de la mujer intelectual (López, 2006). Es una obra del pintor de andaluz Alfonso Albacete titulada Interior nº 4 (Muchacha leyendo la prensa)(Fig. 9), que en el catálogo autonómico de 1992 recibió el nombre de Yoku leyendo El País.

El artista Alfonso Albacete (VV.AA., 1994) nació en 1950 en Antequera (Málaga), aunque de forma temprana se instaló en Murcia junto a su familia. En esta ciudad inició su carrera en la pintura. Más tarde estudió Bellas Artes en Valencia y Arquitectura en Madrid, conociendo en esta ciudad las nuevas tendencias que se abrían en el arte español.

En el caso de este retrato de la joven Yoku, que tiene unas dimensiones considerables, observamos su interés por el dibujo, enriquecido y mezclado con elementos geométricos, sin duda alguna heredados de sus estudios de Arquitectura. Desde luego, si alguna característica se hace notable en esta obra de Albacete es la geometría presente, que supedita, incluso, al color en compartimentos de reducidas dimensiones que lo consigue inundar todo para darle al cuadro una gran expresividad.

Alfonso Albacete, Interior nº 4 (Muchacha leyendo la prensa), 1980. 195 x 175 cm. CARM

La joven aparece a la derecha de la composición, sentada y con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda. El sillón en el que está descansando aparece conformado por unos pocos trazos geométricos que nos permiten apreciar las patas y el respaldo. Sobre sus rodillas apoya el periódico que lee con atención y en el que se puede apreciar el nombre de la publicación: El País. Viste pantalones y zapatos en distintos tonos de marrón, y una camisa o jersey azul de manga larga. Su pelo es moreno y liso y queda recogido con una coleta, visible gracias al gesto de Yoku, que agacha la cabeza para leer con atención el diario.

En primer término podemos observar otros elementos que decoran la estancia. En el ángulo inferior derecho intuimos lo que parece ser un caballete con una paleta y sus colores apoyada. En el lado izquierdo podemos ver una mesita sobre la que se apoya un libro de temática artística de tapas negras y con un retrato femenino en la portada. Tras el libro de arte sobresalen algunas plantas, que están depositadas en un jarrón que apenas se consigue apreciar. El interior de la estancia donde se encuentra la adolescente está fuertemente iluminado gracias a lo que parece ser un ventanal que se intuye detrás de la muchacha y que inunda la obra de una luz blanca y muy potente.

En la obra, Alfonso Albacete imprime su gran cultura intelectual adentrándose en las influencias que sobre él han ejercido otros artistas y estilos. Su sentido geométrico, obviamente viene marcado por sus estudios de Arquitectura como ya hemos comentado, aunque no hay que olvidar el gran peso que tiene en su pintura las influencias espaciales y volumétricas de Cézanne. Además la gran fuerza del retrato se relaciona con el gusto expresionista de Albacete, quien deforma la realidad, dándonos una imagen que se encuentra solo en su interior. Las deformaciones en este retrato interior de Yoku, vienen encuadradas en dos sentidos: por un lado las deformaciones espaciales con perspectivas y posiciones que son imposibles, y por otro por el uso tremendamente expresivo del color, que se entrelaza en la obra de forma armónica aunque observemos un cierto sentido de irrealidad en los colores de las paredes y el suelo.

Por otra parte, y entroncando con el expresionismo, también es evidente cómo Alfonso Albacete asumió a partir de los años 80 las técnicas procedentes del expresionismo abstracto americano, haciendo suyo el uso del dripping o el chorreo como bien queda reflejado en este retrato interior. Además su acercamiento al género del retrato, le hace ponerse en la órbita de los pintores del pop art, al buscar momentos relajados y cotidianos para representar a las personas. En esta ocasión, más que posar para el pintor, Albacete retrató a la protagonista en una de las acciones más habituales en el día a día de una persona culta que hace gala de ello, como es la lectura del periódico.

Lo que queda claro es que la obra de Alfonso Albacete está en el camino de la figuración y la abstracción, ya que aunque es evidente la figura femenina en el retrato, no conseguimos distinguir sus rasgos faciales, ni nada que la pueda identificar. El uso libre del trazo y del color aporta un cierto grado de abstracción, lo que hizo que se incluyera dentro del grupo de la Nueva Figuración.

 Conclusiones. A través de la colección de arte de la Región de Murcia se puede hacer un seguimiento de la evolución del papel desempeñado por la mujer como objeto de la obra pictórica. Pues a pesar de que la muestra de obras de arte no es muy extensa en cuanto al tiempo que abarca ni en cuanto al número de ellas, sí es lo suficientemente representativa para poder realizar un estudio de la evolución sufrida por las mujeres en el ámbito sociocultural y su reflejo en el mundo artístico.

Se comprueba cómo ha ido evolucionando su imagen desde su representación más convencional, como madre, esposa, hermana o representante del poder instituido, pasando por los cambios que comienza a sufrir en pleno siglo XX referidos a su papel más participativo dentro de la sociedad a la que pertenece pero que aún sigue manteniendo ciertos rasgos del pasado, hasta llegar a una imagen realmente contemporánea de una mujer independiente, luchadora, que piensa y que actúa por sí misma; una mujer, en fin, dueña de su vida y de sus actos.

 

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