CATACLISMO

CUARTO REICH

Ana Teresa Ortega, Cuarto Reich, 1994Ana Teresa Ortega, Cuarto Reich, 1994. Técnica mixta.

CUARTO REICH.
SOBRE UNA PIEZA DE ANA TERESA ORTEGA DE LOS AÑOS 90
Isabel Tejeda

Siendo directora del Centro Eusebio Sempere de Alicante, en la primera mitad de los años 90, comisarié una exposición individual de Ana Teresa Ortega (Alicante, 1952) en el Palau Gravina, cuando el actual MuBAM era una sala de exposiciones temporales dependiente de la Diputación Provincial. En aquella exposición se mostraban foto-esculturas similares a la pieza sobre la que me invitó a hablar el Dpto. Eusebio Sempere del “Gil-Albert”, Cuarto Reich, una obra perteneciente al patrimonio de esta institución. No deseo hablarles más de mí, pero sí transmitirles mi memoria de aquel encuentro. Ya entonces acompañaban a Ana Teresa algunos críticos, como Enric Mira y Rosa Olivares. Más tarde llegarían Álvaro de los Ángeles, Santi Olmo y otros tantos. Otro historiador que no puedo dejar de citar fue esencial en su andadura, me refiero a Pep Benlloch, profesor de fotografía en la facultad de BBAA de la UPV y, sobre todo, fundador de la galería Visor, a la que la autora ha estado ligada moralmente, allende lo comercial, ya que se trataba, más que de un lugar para vender arte, de un proyecto de vida que intentaba visibilizar la fotografía, ya que estaba fuera de los circuitos artísticos, y en el que la fotografía mayoritaria era la documental, presentándose fundamentalmente en concursos. Visor fue un proyecto cultural a través del cual los entonces jóvenes, y los no tanto, accedimos a los grandes nombres de la fotografía “plástica” o “artística” internacional y nacional.

Me gustaría contextualizarles aquellos años. Lo considero esencial para entender cómo esta pieza, Cuarto Reich, funciona de bisagra en un momento de cambio de paradigma estético.

A finales de la década de los años 80 salíamos de la etapa de adormecimiento crítico instaurada en la escena cultural tras la dictadura. Las soflamas políticas antifranquistas que habían nacido en el arte en los años 60 y 70 con Estampa Popular y con el Pop habían calado con especial fuerza en Valencia. Sin embargo, la llegada de la democracia a la muerte del dictador, etapa de la transición identificada culturalmente con la llamada «movida», provocó que el sentido político de esos discursos, entendidos como coyunturales, se difuminara hasta su desaparición, triunfando la defensa de disciplinas artísticas cerradas, ahistóricas y autónomas, la pintura/pintura y la escultura/escultura. Se vetaban los mestizajes interdisciplinares que se habían producido en las vanguardias históricas y en las neovanguardias. En los 80 triunfaba internacionalmente en clave postmoderna una relectura de las fórmulas apoyadas por los antiguos popes norteamericanos de los años 50, como Rosenberg, Greenberg y que en el ámbito de la escultura estaban personificadas por Michael Fried. Las interpretaciones artísticas eran fundamentalmente formalistas. Entiendan que, en su literalidad, resultaba difícil que un cuadro de Pollock, o de cualquier otro expresionista abstracto e incluso informalista, tuviera un discurso político, centrándose su lectura en la energía vital, emocional e incluso sexual del artista. Los ataques demoledores que, por ejemplo, los minimalistas recibieron por parte de Fried en los años 70, iban encaminados a fulminar la fuga hacia una escultura de campo expandido que también teorizara la crítica norteamericana Rosalind Krauss. Los neoexpresionismos serían las tendencias predominantes en la década de los años 80 que, además, conllevaban una vuelta a la expresión íntima del autor o autora.

Durante estos años, y aunque siguieron produciéndose discursos críticos, estos quedaron invisibilizados bajo el peso de las corrientes de moda que ocupaban la escena institucional. Si hasta la dictadura habíamos vivido un cierto aislamiento que provocó versiones locales de las corrientes internacionales, como así ocurrió por ejemplo con el Pop, en ese momento nos sumamos con regocijo a la exaltación del don’t worry be happy foráneo y a reivindicar con hechos, con imágenes, que España no era tan diferente como Manuel Fraga había intentado proyectar como Ministro de Información y Turismo. Los años 80 fueron precisamente eso, soterrándose otras opciones de carácter crítico, político y conceptual que, sin embargo, volverían a renacer en la década siguiente con las llamadas micro-políticas. En los años 90 se volverían a festejar los mestizajes interdisciplinares, retomándose con fuerza dos de los lenguajes emergentes en los años 60 y 70: la instalación y el vídeo. La fotografía, asimismo, viviría un renacer substancial, pero ya no en su faceta documental, sino en la creativa, con un importante influjo de las redivivas corrientes conceptuales. Ahí es donde deben situarse las obras de Ana Teresa Ortega que voy a analizar en este texto.

Ana Teresa Ortega, Serie Transfiguraciones, 1988Ana Teresa Ortega, Serie Transfiguraciones, 1988. Emulsión sobre aluminio, 70 x 50 cm

En la segunda mitad de los años 80, Ortega realiza Con-figuraciones y Trans-figuraciones, sus primeras series de obras como autora, en las que se introducía en la cuestión del desnudo femenino, intentando ya entonces deconstruir sus modelos canónicos de representación. Se trataba de un cuerpo tensionado, dolorido, herido, totalmente alejado de la versión voyerista de una historia del arte, cuya tradición lo ha servido cosificado, objetualizado y convertido en objeto de deseo. Ya en esta serie Ana Teresa Ortega se aleja de la fotografía directa. En el laboratorio, la autora manipula pictóricamente la imagen revelada, por lo que reivindica la contaminación de lenguajes, la rebeldía ante los compartimentos estancos para las disciplinas. Para ello, investigó asimismo con las emulsiones y con soportes diferentes. Por ejemplo, Transfiguraciones se generaba sobre un soporte de aluminio, lo que junto a las pinceladas con los líquidos de revelado que transformaban la imagen tomada de forma tradicional, trasgredía el medio fotográfico entendido de forma autónoma. Era un paso que anticipaba el trabajo posterior, de hecho, en el que nos vamos a centrar, y en el que se aunaba un crescendo en los discursos críticos, al tiempo que paulatinamente se empezaba a hacer imposible clasificar la obra dentro de los lenguajes tradicionales.

En el trabajo que realizó en los primeros años 90, y que por cierto presentó en la galería Visor, se daba un paso más en este sentido, lo que provocó críticas negativas en algunos círculos de la fotografía valenciana que propugnaban una mirada más ortodoxa del lenguaje y del medio. Se trataba de la serie Visión-revisión. De hecho, era la primera vez que esta galería apostaba por obras híbridas. Lo que estábamos viendo en estas series ya no era fotografía –sólo– o escultura –sólo–. Incluso algunos trabajos presentados aquí, en la entonces sala Gravina, pueden analizarse como instalaciones. No olvidemos que la formación de Ana Teresa fue en escultura. Entonces se las denominó “fotoesculturas”, término que Enric Mira y Álvaro de los Ángeles siguieron utilizando en su monografía sobre la autora fechada en 2006. Este término, era una traslación casi literal de un collage de lenguajes que parecía necesitar seguir siendo explicitado como fórmula de legitimación y de explicación, ya que la palabra escultura hubiera negado lo que de fotografía había en ellas. Hoy en día, probablemente, las llamaríamos piezas o nos acogeríamos a las fórmulas que mantenía Eva Hesse al llamar a sus obras “cosas”, lo que reflejaba una clara displicencia respecto a las clasificaciones, algo que suele ser común en muchos artistas.

Ana Teresa Ortega, Instalación en el Palau Gravina, 1993-1994Ana Teresa Ortega, Instalación en el Palau Gravina, Navidad 1993-1994

Pero la transgresión de Ana Teresa Ortega con estas obras de principios de los 90 iba más allá, ya que las imágenes no eran tomadas por la autora de la realidad física, de lo contingente, sino que se las apropiaba de los medios de comunicación de masas, tanto prensa como televisión. Tras esta primera incautación inspirada en las corrientes apropiacionistas de los 80, aunque sin embargo nacía en las vanguardias históricas, Ana Teresa Ortega generaba una pieza tridimensional encerrando las imágenes fotográficas ampliadas y retocadas en cajas de metal, tras cristales, marcos, elementos mecánicos, dándoles tridimensionalidad o aplicando técnicas como el assemblage, o collage en tres dimensiones. Sufrían así estas imágenes una segunda descontextualización tras la que habían experimentado al aparecer fragmentadas, ajenas a su entorno original, en las páginas de un periódico o en un documental televisivo tras el anuncio de detergente Colón.

Sus investigaciones se centraban entonces en “la consideración de la fotografía en su relación espacial”, integrándola en ese todo tridimensional que generaba una nueva reflexión sobre el propio medio fotográfico y sobre la recepción del mismo. Una objetualización de la fotografía, una manipulación evidente, que cuestionaba el valor literal de la imagen, su presencia objetiva, y se subrayaba como constructo. La delimitación de las distintas prácticas artísticas se ponía en cuestión con una hibridación contundente. Si en aquellos momentos ustedes le hubieran preguntado a Ana Teresa Ortega a qué se dedicaba, probablemente les hubiera contestado que a “artista”, ya que ese concepto englobaba todos los lenguajes posibles, y cada creador se servía de uno u otro de forma indistinta y según sus necesidades expresivas y conceptuales en cada obra. De hecho, era un término reivindicado por aquellos que apostaban por el mestizaje lingüístico. Sin embargo, y como ella declaró hace años en una entrevista a Enric Mira, todavía en aquellos momentos se delimitaban las distintas maneras de hacer y no era raro que se calificara a uno como escultor, a otra como pintora o a un tercero como fotógrafo.

La idea de la ventana, del marco o del dispositivo publicitario de muchas de estas piezas tenía un valor simbólico que pretendía poner en evidencia que se trataba de constructos. Subrayar el grano de la imagen de prensa o el ruido de la reproducida en TV, ponía sobre la mesa que se trataba de representaciones referentes a una realidad, pero no la realidad misma. Fundamentalmente, intentaban generar discursos en torno a la televisión, un tema que ya había sido preocupación basal en autores de los años 70 como Muntadas, y su capacidad de generar nuevos imaginarios colectivos, de construir identidades, historias, memorias y deseos; una situación en la que Ortega analizaba la vulnerabilidad de los que miran, de los que quedan absortos ante los discursos que marchan sin tregua ante nuestros ojos. Ella misma declaraba en 2006 sobre estos trabajos a Enric Mira que, ante el simulacro de realidad de los media, sólo quedaba como salida enfocar hacia nosotros mismos: “desde mi punto de vista, a través de la pantalla se rompe la experiencia y la percepción del tiempo y se nos propone una mirada lineal de un continuo presente, lo que conlleva la pérdida de la memoria. A través de esa pantalla que me devuelve la mirada, se propone estimular y proyectar la mirada interior, mirar dentro de uno mismo, más que en las meras representaciones de la realidad”; un ejercicio con el que, por ejemplo, hubiera estado de acuerdo el miembro de Fluxus Nam June Paik, en su interpretación zen sobre el monitor televisivo.

En 1994 realiza sendas exposiciones, una en Ibercaja en Valencia y otra en el Palau Gravina en Alicante, al tiempo que había ganado una de las becas de investigación plástica del Instituto Gil-Albert de Alicante. La pieza que vamos a analizar pertenece a la beca, junto con tres obras más que custodian las colecciones del Ayuntamiento de Alicante y la Diputación Provincial; no obstante, está íntimamente emparentada con los trabajos que se mostraron en las dos exposiciones citadas. Sin duda, esta obra pone en evidencia cómo las buenas políticas de producción generadas desde las instituciones públicas no sólo alientan la investigación visual, sino que generan un aumento del patrimonio público. Por ello no quería dejar de recordar al impulsor de la idea de estas becas, el recientemente desaparecido Segundo García.

La serie becada planteaba cómo se introducen los mass media en los espacios domésticos y cómo las imágenes que proyecta la TV se reflejan en nuestros cuerpos, gustos, sexualidad y deseos, cómo se construye la historia y se generan nuevas memorias. Porque la realidad se transforma en imágenes, que es cómo la consumimos. Se sirven, según Ortega, a partir de estudiadas “estrategias de control social”. Se analiza así una relación de poder que va más allá de lo personal, llegando a nuestra construcción como colectividad que comparte esos imaginarios.

Centrémonos en la obra en cuestión. Se titula Cuarto Reich, texto que aparece en la superficie de la pieza misma. Como una descripción es el punto de partida de un buen análisis, veamos qué componentes, qué iconografías y qué lenguajes utiliza este trabajo. La base es una fotografía realizada en la antigua casa de Ana Teresa Ortega. Ahí ya observamos una diferencia substancial respecto al resto de las obras realizadas contemporáneamente, que en su mayoría partían de la apropiación de imágenes en la televisión y revistas, como hemos adelantado. La imagen, en realidad una puesta en escena, como reconoce Ortega, muestra un rincón de la sala de estar que está presidido por un monitor de televisión encendido pero sin sintonizar, con la típica nieve que todos reconocemos, un monitor de grandes dimensiones y corporeidad (ya parece que nos hemos olvidado de la presencia física que estos aparatos tenían debido a que, casi todos, contamos en casa con pantallas de plasma). La televisión era y es un electrodoméstico imprescindible en los hogares españoles, tanto como el frigorífico o la cocina. Hoy, quizás, la presencia del ordenador constantemente conectado a la red, o la tablet y sus posibilidades de itinerancia por la casa o por la calle, han cambiado esta experiencia. Ya no tienen tanta vigencia las emisiones programadas y los canales, optando las nuevas generaciones de audiencias por consumir “a la carta”. Pero antes, la televisión anclaba al lugar. El cuarto en el que se encontraba la televisión era el cuarto de la televisión. Cuarto. Una palabra polisémica que en castellano significa al tiempo habitación y número ordinal. Luego volveremos a esto.

Veamos nuestro televisor en una casa con baldosa hidráulica de cemento pigmentado típico de las casas desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, cuya maravillosa decoración floreada choca con la elegancia fría del sillón del diseñador húngaro de la Bauhaus Marcel Breuer. Supongo que todos y todas ustedes la conocen. Se trata de la silla B3, conocida como silla Wassily, diseñada en la Bauhaus de Weimar en 1925, bastante antes de la llegada de los nazis al poder y del Tercer Reich. Fue un momento en el que dirigía la escuela Walter Gropius, catalizándose en ella las ideas estéticas más importantes de una vanguardia que no hacía distingos entre pintar un cuadro o diseñar una cafetera. Se trataba, además, de la primera silla de tubo de acero de la historia y se producía industrialmente, no era un objeto artesano, por lo que podía tener acceso a ella mucho más público que los lujosos diseños artesanales del pasado. Breuer, que era judío, hubo de exiliarse a Gran Bretaña y Estados Unidos con la llegada de los nazis al poder. El televisor y la silla de Breuer se sitúan con la misma importancia, casi a la misma altura, horizontales, como dividiendo la escena en dos. La silla de Breuer es un elemento disonante, pero que también nos está ofreciendo la escala humana, la escala de las cosas y el tamaño del espacio. Estos objetos emiten en paralelo dos ausencias: la ausencia de emisión del televisor, un objeto que se enciende para anestesiar nuestra soledad, como ruido de fondo, como compañero siempre presente, y la ausencia del cuerpo. La silla es el sujeto omitido. La silla tiene, a su vez, una función formal en la imagen, compensar el peso visual del oscuro televisor.

Frente a los dos rotundos elementos, una mesa de cristal ocupa un espacio visual escaso. Sobre ella, varias revistas. Junto a ella, una planta.

ana teresa ortega_cuarto reich_1

Esta es la imagen fotográfica en blanco y negro que construye Ana Teresa Ortega. Una imagen que se me antoja fría no sólo por la descripción realizada, sino por lo directa, por las ausencias que presenta. Está montada en un dispositivo de metal. Pero la imagen es interferida por sendos cristales enmarcados en metal que dificultan la lectura de la imagen y que descansan uno sobre otro, que hacen rebotar nuestra mirada en los reflejos que se generan. Se trata de dos marcos movibles con los que puede intervenir el público. Me recuerda, de hecho, al Gabinete de los abstractos de Lissitzky. Lissitzky generaba este tipo de dispositivo para que el formato exposición no se mostrara cerrado en sí mismo, para que el espectador o la espectadora pudieran intervenir, manipular los objetos expuestos, pudieran transformar en cierta medida el discurso de la sala y no fuera el mirón al que la museografía lo había condenado. La estrategia marcada por Ana Teresa Ortega es similar.

Cada uno de los cristales, uno de mayor tamaño que el otro, tiene esas letras en las que se inscriben sendas palabras. Cuarto y Reich. Juntas, el significado no deja lugar a dudas. Lo que Ana Teresa Ortega parece querer decirnos es que un nuevo totalitarismo se cierne sobre nosotros tras el doloroso Tercer Reich, que supuso de la mano de Adolf Hitler la destrucción de media Europa y la desaparición y mutilación de millones de personas. Este Cuarto Reich estaría encarnado por el poder de la televisión, que entra de manera mucho más sibilina, de puntillas, de ahí su peligro. El resultado: la alienación del individuo y de la sociedad en la que se encuentra. Para más inri, las letras de las que se sirve ortega, esa tipografía, el dorado, nos remite a un elemento connotativo más: se trata de las letras que en los cementerios cubren las lápidas, las que ofrecen fechas y nombres. El nuevo rostro del finado.

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Sin embargo, si un espectador cualquiera mueve las estructuras de cristal superpuestas, podemos encontrar que la palabra Reich, Imperio, está sobre la zona de la televisión, y sobre el sillón Wassily queda la palabra cuarto, haciendo referencia simplemente al concepto habitación. Hay por supuesto más permutaciones que dejo en sus manos.

Y conociendo el trabajo de Ana Teresa Ortega que hemos visto hasta ahora pero, inclusive, conociendo el que realizó a posteriori y que no tiene cabida en este encuentro, esta pieza se desvela en su excepcionalidad (según Ana Teresa, las cuatro piezas realizadas con la beca del Sempere seguían similares estrategias estéticas). Me refiero a que, frente a la seriedad con la que esta artista aborda sus temas –y no es para menos, teniendo en cuenta las temáticas que aborda y ha abordado desde las referidas hasta el exilio y los campos de concentración–, en este caso se dejó llevar por la ironía. Por unos toques de humor que una lectura precisa y prolija, como la que hemos hecho aquí, desvela.

 

 

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