CATACLISMO

PAISAJES DEL FIN DEL MUNDO

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PAISAJES DEL FIN DEL MUNDO.
CON LEE BUL EN EL EACC

Menene Gras Balaguer

La voluntad de dar forma al futuro de una sociedad sin futuro y a un mundo ante el fin del mito del progreso suele dar pie a imágenes de un abismo en el que es fácil precipitarse, y nos basta la percepción de la caducidad de todos los seres vivos para concebir el horror de un después que no conocemos. La fuerza de la obra de Lee Bul reside en el modo en que traduce sus visiones escatológicas en paisajes insólitos fácilmente reconocibles por su proximidad o parecido con aquellas arquitecturas industriales deshabitadas y en desuso, cuyo derribo y sustitución está en manos de un mercado en estado crítico. Los términos y condiciones en los que se gestiona la traslación de las ideas en figuras sensibles no se describen como tales, pero parecen indicar un empeño por parte de la artista en hacer coincidir lo pensado y lo que se dice o quiere decirse. Sea cual sea la tipología del método empleado para reemplazar la virtualidad de lo que imaginamos por lo real, la intención que pone en movimiento la relación entre ambas dimensiones de lo que existe se hace evidente en la propuesta de esta artista coreana en la exposición itinerante que llega finalmente al EACC procedente del Artsonje de Seúl, pasando por la Ikon Gallery de Birmingham, el Centro Cultural de Corea en Londres, el MUDAM de Luxemburgo y el Museo de Arte Moderno de St. Étienne en Francia. La recepción de este proyecto en Castellón reinserta de nuevo a esta ciudad en la itinerancia de grandes exposiciones como la actual y favorece una nueva versión del proyecto debido a su recontextualización, que la artista impone en cada nuevo montaje.

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Laberinto y espejo son dos palabras que pueden actuar como claves a la hora de abordar las enigmáticas arquitecturas que ocupan el espacio expositivo, convertido en una especie de escenario donde los diferentes decorados se suceden a medida que el visitante, que es el auténtico protagonista, hace el recorrido desplazándose de una a otra. No sé si es primero el espejo o el laberinto, poco importa cuando se trata de articular lo que cada uno de estos términos representa en función de las obras expuestas, en su mayoría construcciones alegóricas alusivas al devenir de una sociedad en crisis como la actual, y resultado de una exploración arqueológica imaginaria hecha desde el futuro de nuestro presente. La mirada de la artista adopta una distancia con respecto al mundo actual para ver el presente desde un supuesto futuro y un después, que nos obliga a contemplar el abismo que se abre ante nosotros entre el hoy y el mañana, y la oscuridad que se abate sobre el mundo cuando el futuro ya no existe. A modo de islas a la deriva, sus arquitecturas se han fijado sobre un suelo previamente recubierto de un vinilo plateado que intensifica las impresiones que se reciben consecutivamente durante la exploración de las construcciones que se han ubicado en este lugar. Esta capa que recuerda simultáneamente la fragilidad del cristal y la dureza del acero transforma la superficie del espacio expositivo en un lugar codificado, que tiene continuidad en las escaleras y en la segunda planta, también forrada del mismo material. Al efecto espejo corresponde la réplica de todos los elementos compositivos, y del propio visitante, favoreciendo la repetición y, por lo tanto, la multiplicación de lo que vemos, a partir de la fragmentación y la división. Tener en cuenta el emplazamiento de las diferentes construcciones que se han incorporado no basta, porque su articulación se produce a partir de la unidad que favorece la continuidad del tratamiento uniforme que se ha dado al suelo. La adecuación del entorno es para la artista imprescindible para alcanzar el impacto que la suma de las diferentes capas significantes que introduce cada elemento compositivo debe producir en el espectador. El resultado supone para este último el desembarco en otro mundo, como si se tratara de otro planeta, en el que la humanidad se ha extinguido y no quedan vestigios de vida.

La artista decidió hacer esta intervención específica para el EACC, convirtiendo la exposición en un proyecto único. Para lograrlo, ideó un montaje que afecta a la naturaleza del espacio expositivo y a la función significante de los elementos o construcciones introducidos en su seno. El aspecto ultraterrestre del recinto derivado del revestimiento plateado que cubre toda la superficie del espacio expositivo contribuye a crear esta atmósfera glacial que contagia el fin de toda esperanza en la transformación, cambio o desarrollo de todo lo que existe. El túnel de acceso a la sala se ha concebido para atravesar el umbral que separa el dentro y el fuera, la calle y el lugar, lo público y lo privado, lo real y lo imaginado, pero, sobre todo, el antes y el después, concebido como el fin del tiempo y el fin del mundo. La altura del túnel se rebaja considerablemente a medida que se avanza a través de este espacio “entre” o espacio de transición, por el que forzosamente se ha de pasar para acceder a este lugar otro. La experiencia del recorrido se convierte al final en un descubrimiento. La artista ha creado esta zona de paso –“Souterrain” (2012)– para generar la expectativa del visitante ante los nuevos paisajes que le es dado contemplar. La visión que se abre ante él es producto de la desolación y de la súbita conciencia de nuestra vulnerabilidad; el tiempo se detiene tras la devastación de la que ha sido objeto un mundo, el nuestro, en estado crítico, que es posible reconocer aún en estos paisajes anacrónicos, símbolo de la reconversión industrial, que evocan un pasado donde existía la ilusión de un futuro mejor y de un mundo feliz.

El ingreso en el recinto se convierte en un ejercicio activo que exige el tránsito por el pasadizo, que a modo de “entre” separa lo vivido y el destino que nos espera, la consciencia y el inconsciente –este último entendido como aquella parte de nosotros que almacena las experiencias vividas por nuestra especie durante los millones de años de existencia que se le suponen y que se encarga de gestionar automáticamente nuestras funciones fisiológicas e intelectuales que caracterizan al género humano–. Dentro de la sala, nos ponemos en contacto con nuestro subconsciente, una región donde se activa un sucederse autónomo y reactivo, al que se accede en determinadas condiciones y circunstancias, y cuyas manifestaciones se hacen evidentes a través del yo, en sueños o en estado de vigilia, cuando existe una predisposición para que se revele. El camino nos guía al lugar donde la artista ha emplazado sus construcciones elaboradas como topografías del imaginario, que resultan enigmáticas por no responder a ningún referente específico conocido por el visitante, sea cual sea su nacionalidad y pese a que ella ponga empeño en citar algunos nombres relevantes de ciertos sistemas de pensamiento. La percepción de estas arquitecturas resulta desconcertante –es lo que la artista busca desde hace años–, entendiendo que el arte consiste en este diferencial que se aplica a una objetualidad que descarta uso y función, por cuanto investiga supuestos que pertenecen al dominio de la imaginación. El espacio que ella ocupa es previamente adaptado, para que suceda estrictamente lo que decide que debe suceder. La demostración es inmediata: el diseño y la construcción de edificaciones deshabitadas, en su mayoría lúgubres, responden a una fantasía literaria y fílmica. La artista reinventa la escultura recurriendo a la arquitectura como fuente para la experimentación en el ámbito conceptual de la instalación. Sin embargo, renuncia a extender su argumentación a favor de la experimentación en este terreno: “no soy escritora ni poeta” –esgrime, evitando las explicaciones, por considerar que cualquier descripción verbal para analizar sus estructuras, o incluso para describir el proceso de elaboración o las fuentes de las que procede su trabajo, puede influir negativamente en la interpretación del valor que concede a la experiencia del visitante en contacto con los entornos que ella crea.

Las esculturas que presenta Lee Bul en el EACC recuerdan también los decorados de algunas películas del cine negro y de ciencia ficción. La artista reclama esta proximidad insistiendo en las posibles analogías que se puedan establecer. El color está prácticamente ausente en sus instalaciones, aunque no en sus dibujos. Toda su obra empieza en el dibujo y continúa en los borradores preparatorios de las grandes y pequeñas maquetas que desarrolla a continuación. El procedimiento plantea la deconstrucción previa de lo dado en un determinado entorno, para hacer pensable su negatividad desocupando arquitecturas productivas y convirtiéndolas en cementerios vacíos. El aspecto sombrío que se cierne sobre los ensamblajes resultantes unifica todos los elementos compositivos relacionándolos entre sí. La complejidad de las sucesivas instalaciones con las que se encuentra el visitante permite intuir la magnitud de este trabajo no sólo técnicamente sino intelectualmente, sobre todo si se tienen en cuenta aquellas figuras que se contorsionan y se enredan entre sí, donde la animalidad desempeña un importante papel, en la medida en que se asemejan a androides procedentes de otro planeta. Sus gesticulantes extremidades son comparables a raíces que se retuercen como seres monstruosos, pareciendo dotados de vida y constituir una amenaza para nuestra seguridad. Estos extraños organismos creados a partir de ensamblajes compuestos de restos de androides, tales como Cyborg W3 (1998), Monster Pink (1998) o Chrysalis (2000), recuerdan la figura del cuerpo sin órganos como máquina de guerra del Anti-Edipo deleuziano, cuya influencia en el pensamiento contemporáneo se hace sensible en las imágenes del tubérculo, el bulbo, la raíz y el tallo, que aquellos anudan apostando por la creación de una existencia propia, desafiante, al margen de lo que nos es dado, y nómada.

El mundo que la artista concibe en sustitución del que conocemos tiene un lugar en la imaginación, tal como parece intenta mostrarlo con ayuda de su representación sensible, por sorprendente o poco creíble que sea. Lo monstruoso forma parte de esta zona oscura del cerebro que ella nombra una y otra vez poniendo el énfasis en el subconsciente que existe en cada uno de nosotros y con el que establece conexiones para poder identificarlo. En unos casos, esta monstruosidad equivale a una metamorfosis de lo humano y de lo animal, de la que resulta un ser híbrido del que no se libera nuestra condición, y cuyos impulsos responden a la deformidad de la que también somos portadores pese a su ocultamiento. Este monstruo está en todos nosotros y forma parte de la verdad de lo que somos. En otros, sus expresiones se exhiben a través de lo siniestro, como se puede ver en la mayoría de sus construcciones, tan próximas a la ciencia ficción como a arquitecturas industriales en ruinas, a modo de parajes sombríos del fin de la civilización. El mundo feliz que nos prometía el sistema económico que las había puesto en marcha está en crisis; es hoy una distopía que se encuentra en el origen de una sociedad que se derrumba. En términos generales, la artista accede sistemáticamente a la universalidad a través del esperpento, cuando se trata de masas de cuerpos con forma orgánicas, colgando del techo o sobre una peana, y de los paisajes alegóricos que ella dibuja en tres dimensiones, sin esquivar la dificultad de su construcción, que se hace patente tanto en sus maquetas como en sus construcciones a escala real.

El resultado son las lúgubres arquitecturas que la artista elabora conceptualmente y ejecuta, desiertas o abandonadas, a modo de fragmentos inhóspitos como los que admiten todas las ciudades industriales del mundo, y en las que se nos introduce como si se tratara de campos devastados por la muerte. El fin del mundo parece anunciarse en este recinto cuya atemporalidad se decide en base a la envoltura plateada que hace las veces de contenedor en el que se nos retiene durante la visita y a las arquitecturas que nos rodean. En este espacio no hace frío ni calor, no llueve ni hace sol. ¿Por qué la arquitectura? Las respuestas que da la artista son coincidentes: su interés reside en la relación que hay entre la arquitectura y el sujeto del habitar. El entorno más próximo es la casa, el lugar en el que este sujeto entra en relación consigo mismo y su ser mundo. La casa como réplica del propio cuerpo que cumple la función de abrigo. Al entrar en el recinto a través del pasadizo cubierto que nos separa del afuera es como si llegáramos a un pantano que se ha vaciado y cuyas arquitecturas había cubierto el agua hasta este momento. El silencio resulta elocuente de lo que ha dejado de ser y de existir. El fin del mundo se anuncia en estos lugares que visitamos desde el momento en que ingresamos en el recinto que ha transformado la artista y donde el tiempo se ha detenido, o mejor dicho, ha quedado suspendido. Lo que el ojo captura e interioriza es un gran paisaje distópico hecho de construcciones disfuncionales que se distribuyen en un lago sólido previamente tratado para contribuir a la lógica del vacío, del abandono y de la muerte.

Una instalación escultórica como “Bunker (M. Bakhtin)” (2007-2012) evoca un refugio nuclear, o simplemente un lugar donde protegerse en caso de un seísmo o de una guerra: su aspecto revela el enigma de una intencionalidad hermética a propósito de los supuestos que la mera presencia de esta construcción sugiere. Camuflado bajo una montaña escarpada en miniatura, que podría albergar en su interior a un grupo reducido de personas ante la amenaza de bomba o desastre natural, el refugio nos recuerda la amenaza nuclear que, paradójicamente, pudiendo acabar con la humanidad, sirve para mantener la disuasión y evitar un conflicto mundial. El búnker se representa como un reducto –no una fortificación, sino más bien una cueva– en el que guarecerse y mantenerse fuera de peligro. El camuflaje requiere penetrar en el interior de esta construcción semejante a una colina montañosa por fuera y cuyo interior se ha revestido de cristales cortados asimétricamente creando el efecto espejo, en el que el sujeto del habla se refleja en múltiples fragmentos multiplicándose al infinito. El armazón de este contenedor parece imitar formaciones pedregosas como la turmalina negra. En gemoterapia, se considera que esta piedra posee propiedades eléctricas que la convierten en un escudo protector contra las energías negativas y su función principal es la de neutralizarlas. Su aspecto mineral se desprende tanto del color como de la forma y se suele asociar con el sistema de chakras. El interior, no obstante, está preparado para albergar al transeúnte, mientras su figura se reproduce en miles de fragmentos en los cristales/espejo que tapizan los muros, como si se tratara de un mosaico en el que nos duplicamos y medimos nuestro chakra, basado en los siete centros de energía que gobiernan todos nuestros órganos y actúan juntos como un solo sistema, aunque sean a su vez autónomos en su funcionamiento. La complejidad de cada una de las instalaciones que conforman este paisaje propone una reinvención e interpretación permanente, imposible de agotar.

La alusión al lingüista y filósofo ruso que acompaña el título de la obra, Mikjail Bajtin (1895-1973), repercute en el sentido de esta instalación, no sólo por tratarse de uno de los introductores de la filosofía del lenguaje y por dar un giro a la semiótica al promover una nueva forma de análisis como la translingüística, contribuyendo con su aportación a los estudios culturales, sino por entender que el yo es esencialmente social y que el análisis de cualquier enunciado implica la unión de palabra e intencionalidad o direccionalidad, porque todo enunciado equivale a la palabra en un contexto dado, es decir, cuyo sentido está en relación con el entorno específico donde se localiza. La mención por parte de la artista es intencional; pese a no facilitar una descripción para justificarla, quiere que se tenga en cuenta a la hora de interpretar esta construcción, cuyo significado no es unidireccional. Ella suele hacer referencia a las diferentes capas significantes susceptibles de explorarse en cada uno de sus trabajos, y a la imposibilidad de concluir una interpretación sin sacrificar aspectos que se hallan igualmente contenidos en una determinada construcción.

lee bul 20141109_1357471Lee Bul, Mon gran récit: Weep into stones, 2005

El itinerario de la exposición continúa con otra de sus grandes obras, “Mon gran récit: Weep into stones” (2005), un paisaje en sí mismo, diseñado a modo de gran maqueta para un proyecto de película de ciencia ficción. La influencia del cine se deja de ver insistentemente en estas configuraciones espaciales distópicas, que la artista propone y que pertenecen más bien al plano onírico de la experiencia que al de una arquitectura aparentemente funcional, para ser habitada. “Mon gran récit” es un enunciado que invoca la privacidad y/o la intimidad de la vida de la artista como si se tratara de un diario o una autobiografía, que parece revelar a través de esta construcción un lugar concebido por su imaginación, es decir, que ella ha visualizado previamente en su fantasía y cuya descripción ha reemplazado por su materialización. Yo tengo una historia que transcurre en un lugar siniestro; es el lugar donde trabajo y donde creo estos paisajes distópicos de un mundo que ha sido arrasado y en el que la especie humana se ha extinguido, tal como se desprende de la atmósfera de la correspondiente maqueta. Esto es lo que la artista parece invocar a través de estas arquitecturas, y en particular en este paisaje industrial con aspecto de refinería abandonada y sus aledaños en el umbral oscuro de un apocalipsis que inspira, como dice Lorand Hegyi, una melancolía negra, sin fin. En este entorno donde se representa la crisis del progreso, la artista reproduce el edificio de oficinas donde tenía su estudio en 2005 y que Jonathan Watkins describe en “Fragmentada y fracturada”, a raíz de una visita en la que pudo comprobar las condiciones en las que ella trabajaba. Se trata de un enclave antaño ocupado por las oficinas de una compañía minera, sin calefacción y que difícilmente reunía las mínimas condiciones de habitabilidad. La segunda parte del enunciado –“Weep into Stones”–, traducido en castellano como “llorar hasta convertirse en piedra”, o “llorar hasta volverse piedra”, hace referencia a un llanto que se hereda y no cesa, como un río de sangre y el río de la vida. El aspecto siniestro de esta construcción se propone asociada a la reveladora meditación sobre la muerte del médico y filósofo británico Thomas Browne (1605-1682) en “Urnas funerarias o Hidriotaphia” (1658).

Se trata de otra de las referencias en las que la artista se apoya tangencialmente, como lo hace con el psicólogo estadounidense Julian Jaynes (1920-1997), autor de “The Origin of Conciousness in the Breakdown of the bicameral Mind”, obra de la que extrae páginas con las que tapiza exteriormente el gran laberinto que cierra el itinerario expositivo con el nombre de “Vía Negativa” (2012). La artista menciona referentes que pueden ser útiles a la hora de poner en práctica una analítica de su obra y orientar su interpretación, aunque en ocasiones no hace falta que se hagan explícitas, porque la lógica del discurso del que parecen derivar supera con creces el significado que se les pueda atribuir. Sucede así también cuando cita al arquitecto Bruno Taut (1880-1938), por el que me decía sentir una predilección especial, sin que esta atracción se pueda discernir fácilmente en qué se traduce, pese a desprenderse de su interés por la arquitectura en general. Ella lo menciona incluso en el título de otra escultura consistente en una maqueta conteniendo una construcción alegórica que recuerda una gran lámpara de cristales colgando del techo –“After Bruno Taut (Beware the Sweetness of Things)” (2007)– y en otra obra titulada “Untitled (reflective way)” (2008). El arquitecto viajó a Japón en 1933, donde escribió tres libros sobre la arquitectura y la cultura japonesas, y posteriormente a Estambul, donde ejerció la docencia entre 1936 y 1938, el año de su muerte. El sistema de conexiones entre esta figura y las figuras que ella evoca asociadas de algún modo a la motivación que las ha originado no es lineal, sino más bien parecen formar redes o cadenas por así decir genéticas que dan lugar a estos entornos de ruinas industriales en un futuro que aún no conocemos, pero que al parecer es el que nos espera si nada cambia.

Interrogantes escatológicos sobre la vida, la sociedad, el entorno y yo misma –“estaba en un agujero negro”, comenta la artista a menudo– activan en el origen toda su obra. Sus invenciones responden a la necesidad de dar apariencia sensible a los monstruos que habitan en su cerebro. Lo ha confirmado ella misma en algunas entrevistas, en el transcurso de más de una década en la que su obra se ha impuesto internacionalmente. A los cuerpos humanoides que se retorcían imitando a monstruos amenazantes se suma el aspecto siniestro de sus construcciones, en las que parece dominar un concepto del espacio-tiempo en suspensión, como en un siempre que no parece alterarse ni poder cambiar o acabar nunca. Se entiende que, tanto entonces como ahora, las construcciones simbólicas que la artista hace responden a un sentido distópico del futuro de nuestras sociedades y de la humanidad en general. El espejo nos enseña a descubrir el yo durante la infancia y, al mismo tiempo, nos muestra que existe el otro, el no yo, y el tú o él. Lacan insiste en los Seminarios en la fase del espejo y en la información que este nos da sobre nosotros mismos. Cuando al principio decía que el espejo y el laberinto son dos palabras clave en este contexto, lo hacía porque el espejo está en todas partes y el laberinto es una figura que se asocia tanto al camino de acceso al espacio expositivo como al de la salida. Hecho de fragmentos que parecen reciclados y se encajan como planchas de madera irregulares que imitan la improvisación, formando los muros externos e internos, el laberinto identificado como “Vía Negativa” se convierte en otro recinto dentro del recinto expositivo al que se nos invita a entrar. El visitante clausura el recorrido introduciéndose en él, a la par que se ve obligado a encontrar la salida, tras tropezar consecutivamente con los cerramientos que la obstruyen y que los espejos multiplican.

Si el ingreso en la exposición se debe hacer a través de un pasadizo construido desde la precariedad, antes de salir el visitante pone a prueba su pericia en este laberinto que exteriormente recuerda una torre de Babel. La figura metonímica del laberinto introduce la idea de confusión e interroga la experiencia por parte del sujeto de la espacialidad y la temporalidad en un determinado contexto. El laberinto reproduce la imagen de un lugar del que sólo se puede salir si se tienen ciertas habilidades para descubrir el camino que conduce hasta el final: la mayoría de vías abiertas se cierran y no se logra averiguar fácilmente la única que permanece abierta, poniendo fin al peregrinaje iniciático al que el sujeto se somete tras entrar en él. Símbolo presente en muchas culturas desde la Antigüedad, el laberinto es una figura retórica, sea cual sea el tipo y el formato, cuyo recorrido suele identificarse con una búsqueda del centro personal, rituales de iniciación y superación de pruebas a través de las etapas del peregrinaje que impone el recorrido.

No es la primera vez que Lee Bul presenta un proyecto expositivo en España. Aunque pocos recuerden el proyecto que presentó en el Domus Artium de Salamanca entre enero y marzo de 2007, es importante retroceder en el tiempo para seguir el recorrido internacional de la artista desde entonces hasta el momento actual. La fuerza de sus lúgubres arquitecturas es decisiva a la hora de abordar lo bello y lo siniestro de un paisaje extraterrestre como aquel en el que se ubican, ignorando lo que está fuera del recinto y donde el visitante puede creer que ha accedido al abismo que surca el universo después de la muerte y después del tiempo.

Lee Bul, EACC, Espai d´Art Contemporani, Castellón. Del 12 de junio al 27 de septiembre de 2015.

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