CATACLISMO

EXVOTOS PARA LA FELICIDAD

2015_OBRAS_EVANGELINA_ESPARZA_MG_4889Evangelina Esparza, Penélope. Sillas intervenidas, técnica mixta.

 

EXVOTOS PARA LA FELICIDAD

Andrés Isaac Santana, una madrugada de diciembre, en el límite y comienzo del 2016

 

“No sé si soy una persona triste con vocación de alegre, o viceversa, o al revés. Lo que sí sé es que siempre hay algo de tristeza en mis momentos más felices, al igual que siempre hay un poco de alegría en mis peores días”.

Mario Benedetti

 

¿Quién no ha sido asaltado alguna vez por estas palabras? ¿Quién podría reportarse ajeno al valor de su sentencia, al grosor de su angustia, a la liberación de saberse vulnerable y fuerte al tiempo? Definitivamente todos, en mayor o menor medida, hemos pasado por el lugar de esa letra, nos hemos estacionado en su centro o en los perfiles periféricos de su decir. Toda vida que se precie deudora de un mínimo de riqueza, ha rebasado la esterilidad de los lugares comunes y de los principios cartesianos para abrazar el paradigma de la ambigüedad y el evangelio de las contradicciones. Ningún relato escrito desde la estabilidad rancia de las emociones controladas (encorsetadas) ha merecido la pena de la lectura revisitada una y otra vez. Solo ese texto barroco, que condensa en su fuero interno los remolinos de una subjetividad que se dice y se niega a sí misma, merece la embestida del tiempo, los mimos de la consagración, el perdón de la historia.

Ya lo advertía María Zambrano cuando invitaba a reconsiderar y a aprovechar los dones del exilio en beneficio de la escritura. Y es que ese viaje de ida que no promete una vuelta, ese “tomar” el lugar del otro, ese estacionamiento en la cultura ajena asumida como propia, ese aprendizaje –siempre forzado– del abecedario de la distancia, refuerza la cualidad de la mirada, asiste a la agilidad del pensamiento, pulsa la sensibilidad más aguzada, reclama –como en un coro– la voz de cada recuerdo.

Este parece ser el germen, o la matriz narrativa, de la poética que se articula sobre el pedestal de las formulaciones objetuales e idéicas de la joven artista argentina Evangelina Esparza. Su nombre, de por sí, es casi el subrayado de una sentencia, de una maldición o de una bendición, el nombramiento de un destino, el camino tatuado en la piel. Su obra se centra en la historia personal que es, a su vez, la historia de muchos. Es la suya, sin duda; pero es la mía también, la de todos aquellos que ciframos en el viaje el espacio de la utopía y de la resurrección: el sitio del dolor, pero también el de la emancipación. Cada fragmento de su trabajo le conecta con su mundo personal y familiar a modo de re-escritura frente al olvido.

Si un atisbo de identidad revela (o se presume) en su discurso, ese es el de la biografía compartida, expandida y socializada. Un sitio de la narración que sirve de eco a las voces y a los sueños de muchos. Un lugar donde el arte y la obra se convierten en exvotos de esos raros fragmentos de felicidad y de tristeza, que quedan por reconstruir como un puzzle. La obra completa entonces la historia de una pérdida y re-construye sus pedazos en esa diáspora fría y cruel.

2012_Evangelina_Esparza_GrisesAnticuariosEvangelina Esparza, serie Grises Anticuarios. Collage y transfer fotográfico sobre tabla, 20 x 30 cm

La idea de la enfermedad, en tanto que tema y pretexto, habita en todas y cada una de sus prefiguraciones y trazos más o menos enfáticos. La vida de Evangelina ha estado marcada por pérdidas frente a las que cualquier malabar de la fe y de la resistencia se hacen débiles, se agotan y revelan por sí solos sus rostros más escuálidos. La muerte de su hermano aseguró para su visión y para su perspectiva como ser humano y como artista un cambio sustancial en la aproximación a lo cotidiano y a lo trascendente. Esa experiencia, articulada desde el dolor más sordo, se expresa como realidad de la obra: modula sus perfiles, amansa sus impulsos, atempera el vértigo. La recurrencia al desgastado, a lo evanescente, a la sombra, al vestigio, certifica –con fuerza extrema– el momento de ese cuerpo que se evaporaba entre los suspiros últimos de una vida que se escapa, que vuela hacia ese otro lugar que no conocemos pero que la literatura y el credo religioso nos presenta como un sueño. El dolor, ese dolor, no se borra. Ese dolor, insisto, está, habita, se acomoda al andar, se amansa como se puede y como medianamente se debe. Quizás por ello, sin saberlo antes, es que me atrapa su trabajo. Toda vez que descubro una honestidad que va más allá de toda pose, de toda gramática esgrimida por la norma del protocolo social de lo correcto.

El trabajo de Evangelina tiene, por tanto, cierta dimensión terapéutica, una perspectiva sanadora que busca en la densidad del signo el bienestar de esa felicidad en la que “el todo” es “la suma” irremediable de cada una de sus partes. La artista repasa el retrato antropológico de un rostro que se debate en el centro de una historia escindida, fragmentada, vaporizada. La biografía de una mirada que de personal –en primera instancia– adquiere el rango de social y pública, en segundas tesituras. Es quizás allí donde reside el auténtico interés de su trabajo. Tal vez por ello, más que subrayar la idoneidad de su imaginario en el contexto de muchas iconografías y estrategias discursivas similares, me interesa resaltar el hecho de la observación pormenorizada sobre la naturaleza de cada detalle o accidente que hacen de su propuesta una variante de escritura, una manifestación ensayística: un texto de reconciliación y de amor.

De tal suerte, queda relativizado ese criterio que busca en la supremacía de la originalidad el acierto del buen arte. Ya nada reclama para sí los aplausos de la novedad y de lo único. La historia de los relatos es la de las superposiciones y los palimpsestos que se amalgaman en un todo: una especie de magma en el que se reconoce la existencia –horizontal y poco falocéntrica– de la pluralidad. Ya sabemos del vértigo de la historia hacia los centros y las esferas de poder. De ahí que la narrativa de los viajes termine redundando en una zona donde fenecen esas perspectivas, toda vez que el viaje nos re-escribe, nos desmarca y nos marca en un nuevo territorio del que (igual sin querer) ya seremos parte.

1523998_831178006966582_7487916915255648375_oEvangelina Esparza, Retrato de Olalla. Óleo sobre tabla, 33 x 27 cm

La historia personal y el viaje. Esas son las dos fuentes y afluentes del trabajo artístico de Evangelina. En esa dualidad de cimbran los malabares de su discurso. El viaje como destino o como trayecto de aprendizaje sistemático en el que nuestra más portentosa subjetividad lo pone todo en juego y se piensa a sí misma. Cuando descubro a colegas o amigos absortos en los preparativos de un viaje, echo de menos esa consideración del mismo como experiencia expandida que no busca llegar hasta, sino disfrutar de cada instante de los que se disponen en este tiempo nuestro que fija el calendario. El viaje se piensa solo como destino y no como trayecto en curso, como experiencia que se dibuja en una línea recta que va desde “aquí” hasta “allí”. El viaje es también regreso, retorno al sito abandonado, vuelta al punto de partida con la experiencia a cuestas y los archivos saturados de nuevas visiones, de nuevos pasajes, de nuevas historias. El viaje es una reliquia, el viaje es el tiempo de viajar, no el momento de arribar, de llegar. No es instante del cumplimiento, del arribo a la meta, sino la sumatoria de todos esos intervalos, de todos esos respiros, la anulación de la idea misma de destino y de meta.

Lo mismo que ocurre en el sexo y su absoluta prodigalidad de ademanes y de embestidas a la satisfacción del deseo. El sexo no es la búsqueda del orgasmo, o no solo eso. No es el hallazgo de la satisfacción palmaria y ridícula que te deja tan vacío y anoréxico de expectativas como al principio; sino que es el juego de máscaras indomables en un laberinto pródigo en simetrías y de espejos, donde sus actores ensayan la ilusión y dan rienda suelta a la fantasía. La fantasía es el reino de la vida. Ella dibuja sus caminos, traza sus mapas y se vuelve sobre sí misma para advertir de su existencia y de su infinita libertad y riqueza. La fantasía ha encendido el sueño de los hombres. Les esclaviza y les libera, les culpabiliza y les redime, les abraza y les abandona a la intemperie de la realidad que, entonces, se hace cruel en tanto destruye los espejos y desacredita el baile de las ilusiones.

Al cabo, y pese a toda predicción, aprendimos mucho de esos trayectos y de sus dolores. Aprendimos en esa balsa romántica y perpetua que marca el sueño nuestro, el estado de toda una civilización y una cultura. Esa balsa a la deriva de los dioses. Ajena a cualquier alma interesada en su llanto y en su queja. Aprendimos a vivir y a quedarnos con esas cosas pequeñas y silenciosas. Esas que Evangelina desea perpetuar para siempre en el universo de su obra. Quizás a modo de trofeo de un pasado que ella venera en silencio e idealiza en sus recuerdos más abstraídos. Quizás, tan solo, como ejercicio de fijación en los terrenos de la memoria dolida y maltrecha.

Sin embargo, y al margen de ello, su trabajo no desea regalarle lágrimas al recuerdo, ni tatuar su rostro con el gesto de ese raro dolor que se disimula a sí mismo como en un acto de mascarada entre miles de proyecciones. La nostalgia, eso nos enseñó el bolero, es un sentimiento mediocre e indomable que revela nuestra animal debilidad. En nombre de ella he visto a los hombres cometer graves errores. Les he visto atrapados en accidentes de la razón que se flagela ante el delirio de las emociones mal gestionadas. No recomiendo la nostalgia, no puedo con ella. Salvo cuando advierto su carácter y cualidades instrumentales para el ejercicio y cumplimiento de la escritura. Solo así la acepto y dialogo con ella. La dejo entrar y le invito a una buena copa de vino. Luego la despido haciendo alarde de cortesía y borro sus pasos detrás de mi puerta. Solo la recibo ahora, mientras pienso y escribo sobre el trabajo de esta artista.

Nuestra historia, íntima y global a un tiempo, será la historia de muchos cuya emigración se revela como el sueño más extraño de cuantos se ha soñado jamás. Una y otra vez me pregunto cómo podría ser vivida colectivamente la experiencia íntima de un sueño si la sordera y la desidia ante el dolor ajeno mueven los hilos invisibles de las marionetas de este teatro en el que hoy vivimos.

Cierto es que nuestros exilios, nuestras despedidas, nuestras lágrimas evaporadas bajo los rayos de un sol ajeno, no fueron el resultado, al menos no en todos los casos, de una decisión personal, sino la consecuencia dolorosa de una imposición exterior que doblegó la voluntad en función de lo pertinente y de lo necesario. Y, al final, una paradoja más que sirve y alimenta nuestra vida: aquella decisión que rebajó nuestra libertad en nombre de la utilidad, contradictoriamente, nos ha hecho más libres. El día y la noche se tornan traumáticos a veces, se tiñen de visiones rabiosamente anárquicas que ponen a prueba toda estabilidad emocional y psicológica. El día puede suponer la añoranza por el espacio perdido; la noche, al contrario, puede revelar los sueños más terribles: el horror ante la idea de un regreso no deseado. Si no fuera por la contradicción y el miedo, por lo que de cegador y castrador tienen a efectos nuestros, las migraciones de los hombres serían más ligeras de cargas psicológicas difíciles de soportar y de aceptar. Nunca se sabe bien si apostaste por el paraíso encontrado y el infierno abandonado o si, por el contrario, la huida llevó por error al infierno encadenado entre el presente y el pasado. Existe un momento de parálisis en el que la conciencia se suspende en el tiempo y uno no sabe si se trata del crecimiento personal que resulta de la conquista y el triunfo ante el miedo o si se trata, peor, de la tortura que supone su definitiva aceptación en el centro de nuestras vidas.

Puede que alguno de los nuestros, esos muchos artistas cuyos pasaportes señalan las páginas de una vida errante, hayan conseguido conquistar esas cosas que supusieron angustia un día o la revelación de un sueño que, como sueño al fin, solo podía tener semblante de utopía. Sí, creo que sí, creo que en efecto muchos lo han conseguido sorteando altísimas cuotas de desolación y de angustia. Qué precio tuvo todo, qué se puso en juego, qué se perdió, qué perdimos. No sé, aún no sé. A veces, cuando me abraza la oscuridad de la noche y el silencio rivaliza con mis pensamientos más nobles, pienso en esos momentos maravillosos donde una canción cualquiera nos hacía vibrar de alegría en medio de una pobreza extrema. Ni la mayor adversidad hizo peregrinar los sueños nuestros. Eran fuertes, resultado de una espesura emocional que no abdicó ante la militancia de las imposiciones. El sueño, los sueños, eran nuestro único espacio de libertad. Ellos probaban la gravidez de nuestra existencia, el valor de permanencia, el estoicismo con el que escribimos –sin saberlo– la historia. Evangelina sabe de eso, sabe de ese espacio de poética y de verbo en el que los fantasmas de Borges escriben en las paredes de la ciudad.

Aquí las personas padecen la falta de sueños. Creo que cierto tipo de pragmatismo moderno y empobrecedor ha hecho reconsiderar a los europeos el auténtico valor de la ilusión y la inmanencia redentora de los sueños, a favor de la rentabilidad, la asepsia ecuménica y la esterilidad ontológica más reaccionaria. Es como si la vida, de repente, siguiera un manual de instrucciones que otros han puesto en sus manos a modo de recetas estériles que, me temo, termina por generar el ensayo desproporcionado y convaleciente de subjetividades muchas veces menores, presas del consenso de la norma exterior en lugar de que sus conciencias se hallen liberadas y expandidas en el horizonte.

Evangelina continúa entonces el camino de la embestida por esas “épocas asentadas” en los imaginarios de sus recuerdos y de sus miedos, de su dolor y de su valor, de su fragilidad y de su fuerza. La suya será (es) la historia de una artista que jugó a reformular el pasado personal, familiar y doméstico en el contexto de un presente enrarecido, anárquico. Pero esa suerte de escritura le reconcilia y le conecta con la fijeza de ese sujeto que sobre nuestras conciencias relata lo que somos, revela la naturaleza de los sueños, marca un destino y localiza el por qué y el cómo de nuestras vidas errantes e infinitas.

El pasado y el recuerdo no son, ni por asomo, nuestro enemigo. Es factible y loable pensar en ellos, abrazarlos en la lógica de un pensamiento que los (des)idealiza y los hace humanos. De quedarnos con sus atributos puntuales, más que con lo dable de su esencia, mataríamos el irrevocable poder de su poética. Y de eso, Evangelina Esparza, seguramente, sepa más que yo.

 

Evangelina Esparza, Grises anticuarios, mundo ceniciento, CEART, Sala C, Fuenlabrada, Madrid. Del 25 de febrero al 15 de marzo de 2016.

 

 

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