LA CANCIÓN DE LA TIERRA
Eva Lootz
La canción de la tierra es una mirada sobre el estado actual del planeta contada a través del cobre, la sal, el agua y la electricidad.
Resuena en el título de la exposición el eco de una música escrita hace algo más de un siglo, la de la sinfonía homónima de Gustav Mahler, para la que el compositor se sirvió de una serie de obras de poetas chinos como Li Tai-Po o Wang Wei, maestros todos ellos de lo que los jóvenes sociólogos actuales llamarían la “lujosa pobreza”.
Esta exposición está íntimamente relacionada con una intuición temprana, que más o menos coincide con mis primeros años en España y en la que el primer viaje a Riotinto jugó un papel importante, pues me afirmó en la sospecha de que antes que las ideas como guías de los destinos humanos están los elementos de la tierra y sus propiedades, es decir, son las materias las que “hacen mundo” y prefiguran la historia del género humano, pues la tierra está siempre primero y los humanos vienen después; somos una especie tardía que tiene que adaptarse y de hecho se adapta a lo que encuentra sobre la tierra.
Con el tiempo he comprendido que la visión del mundo, tal y como nos la trasmite la historia está plagada de ángulos ciegos y siempre me ha llamado la atención el hecho de que haya ámbitos que no se ven porque carecen de palabras.
Creo que las mujeres artistas de mi generación, al rechazar los modelos de identificación que la sociedad nos tenía preparados nos vimos empujadas hacia territorios atípicos y marginales, así Hannah Darboven, según ella misma declaró, en vez de leer novelas se aficionó a los libros de matemáticas, Elena Asins a los algoritmos antes que nadie y Esther Ferrer a la libertad de sacarle la lengua al arte tradicional que le ofrecía Zaj.
En mi caso eran las culturas “otras” que estudia la antropología las que me fascinaron desde la adolescencia. Desde aquella conferencia sobre los pigmeos a la que me llevó mi madre y –en vista de mi entusiasmo– decidió inscribirme en la Sociedad de los Amigos de la Etnología; tenía entonces trece o catorce años…
A partir de ese momento no me perdía ni una de las conferencias, que los etnólogos de vuelta de sus viajes de exploración venían a dar en la espléndida sala del Palacio Imperial, dedicado a Museo de Etnografía, donde, por cierto, se guarda el penacho de Moctezuma, que en aquel entonces reposaba discretamente en una de las vitrinas y hoy tiene una especie de capilla propia, lugar de peregrinación de todos los mexicanos de paso por Viena.
Se puede objetar que la antropología –y los museos etnológicos así lo atestiguan–, se inventó con el fin de crear una línea divisoria entre lo civilizado, lo “nuestro” y lo “otro”, lo “primitivo”, para resaltar así el hecho de ser “nosotros” los que manejamos el discurso, relegando a los otros a ser objeto pasivo; pero para las mujeres, quienes éramos, por así decirlo, “ciudadanas de segunda” y solo marginalmente formábamos parte de ese “nosotros” ¿no se creaba allí más bien una línea de fuga que permitía escapar a lo “nuestro” e iniciar una línea de complicidad con lo “otro”? Casos como el de la gran antropóloga Margaret Mead que se casó con un jefe de tribu dan que pensar.
En cualquier caso a mí de adolescente me interesaba más la caza del zorro en las estepas de Mongolia, la manera de hacer canoas de los esquimales o los cantos de los Nambikwara que las conversaciones de los adultos que me rodeaban o las clases de baile de sociedad a las que era obligado asistir.
¿Por qué no me hice luego antropóloga?
Pues por una innata tendencia a querer hacer.
Pero hacer de una manera que no tiene nada que ver con la exigencia de producir.
Y sobre todo: no quería adquirir conocimientos académicos ni hacerme experta de las clasificaciones de los llamados “salvajes”, sino que deseaba hacer de una manera “salvaje” y había en ello una cierta violencia y un rechazo a la tradición.
Hacer aflorar las potencialidades de cada cosa, lo que supone una minuciosa observación, tal y como lo hacían los supuestamente “primitivos ”, así que en un momento dado debí de decidir que yo era mi propia “salvaje”…
En mi caso, ante lo dudoso y enmarañado de la subjetividad al uso y lo problemático de las metafísicas reinantes me agarré a las propiedades de la materia: que la sal atrae al agua, que la cera se derrite con el calor, que el mercurio amalgama el oro es un hecho incuestionable e independiente de cualquier interpretación.
Así mi primer trabajo refleja la atención a los procesos, las obras son huellas de manipulaciones rudimentarias, prevalece un catálogo de verbos que nombran el hacer: cortar, plegar, pegar, empapar, anudar, arrugar, arrancar, fundir, ensamblar.
Claro que eso confluía con una determinada tendencia del arte de final de los sesenta, la de levantar acta de las huellas, la indexización del arte, además de que vía John Cage, Mauricio Kagel o Marcel Duchamp se había producido una gloriosa liberación de poder hacer arte con cualquier cosa, de que no hacía falta saber dibujar manzanas o desnudos.
Pero eso fue a comienzos de los años setenta y desde entonces ha pasado mucho tiempo.
Lo que en esta exposición está en juego son tres materias decisivas y un invento que es consecuencia de ellas:
El cobre, la sal, el agua y la electricidad
Nadie duda de que hoy son los combustibles fósiles el recurso estratégico por excelencia y que las guerras actuales son guerras cuya finalidad es asegurarse el acceso y la propiedad del petróleo por ser un recurso limitado que se va agotando…
Pero el agua y el cobre no le van a la zaga en importancia estratégica para el futuro.
En cuanto a la sal nos muestra, aparte de la belleza de sus cristales, aspectos relevantes del pasado, nos hace ver al desnudo ciertos pilares de lo que aún hoy nos constituye como sociedad.
La sal, ese fuego en la herida
En la sal tiene su origen no solo la palabra salario, origen del trabajo remunerado, la creación de monopolios, el cobro de impuestos, por no mencionar cambios tan radicales como los producidos por la revolución francesa o la independencia de la India, que tuvieron en la protesta acerca del impuesto de la sal un factor desencadenante y fundamental.
Además: en no poco afectó el invento del salario a las mujeres.
Como pone de relieve Silvia Federici en su libro “Calibán y las brujas”[1], con la introducción del trabajo asalariado nace la división sexual del trabajo a la vez que, en cierto modo, se asienta la base para el desarrollo del capitalismo.
A partir de ahí los hombres que no poseen tierras venden su fuerza de trabajo, y las mujeres se dedican a la procreación. Se divide así el trabajo en producción y re-producción. Hay salario y no-salario. Las mujeres quedan del lado de la no-remuneración y más tarde, con el capitalismo ya en pleno auge, a parte de los beneficios generados por la esclavitud en las colonias, las esposas trabajan gratis y el excedente de mujeres, bien sea como sirvientas o como prostitutas, será empujado a permanecer en el ámbito de una fuerza de trabajo barata, lo que permitirá el aumento de beneficio del patrón, del amo, que es el propietario de los medios de producción.
En las economías de subsistencia esta división de categorías del trabajo no existe.
¿Será por eso que la presión ejercida hoy en día sobre las pocas comunidades originarias también llamadas indígenas que se rigen por una economía de subsistencia en consonancia con la tierra es tan brutal e implacable?
Pero veamos otro aspecto.
Casi todos hemos admirado alguna vez el esplendor de los palacios venecianos, los Tizianos, los Tintorettos, los Tiepolos y nos hemos detenido ante la misteriosa pátina de sus espejos, pero pocos saben en dónde tuvo su origen el poder y la riqueza de la Serenísima República, la Reina del Adriático.
El origen está en la sal.
Al fin y al cabo aquello al principio no fue más que un puñado de gentes atemorizadas que se refugiaron en una laguna y un rosario de islas delante de la costa en vista de la invasión de los bárbaros. Estaban rodeados por agua de mar por todas partes y se dedicaron a sacar provecho de la sal. La intercambiaban con los vecinos de la tierra firme y con el tiempo lo convirtieron en un próspero negocio, eliminaron a posibles rivales y se hicieron con el mercado del Véneto y toda la llanura del Po. Pronto se dieron cuenta de que para acabar con la competencia y mantener el monopolio les hacía falta un brazo armado, de manera que poco a poco se convirtieron en una potencia militar, llegaron a controlar todo el comercio de las especias y se hicieron con el dominio del Mediterráneo oriental.
Fueron los venecianos los que hicieron de la explotación y la comercialización de la sal un modelo económico y con la invención del impuesto sobre la sal, la gabela, crearon un modelo adoptado a partir del siglo XIII por los demás países europeos, donde se convirtió en monopolio de la corona. Como dice Pierre Lászlo[2]: el comercio de la sal es la trama sobre la que se perfilará durante tres o cuatro siglos la historia económica de Europa. Así, el impuesto sobre la sal es el antecedente de nuestros impuestos tanto directos como indirectos.
Y, como ya mencioné antes, las corruptelas y desigualdades en la recaudación del impuesto de la sal durante el antiguo régimen de Francia, la odiada gabela, fue uno de los elementos que desencadenaron la Revolución Francesa y fue lo primero en ser abolido después de que hubiera triunfado.
Igualmente hay que recordar en este lugar la famosa “marcha de la sal” emprendida por Gandhi, cuando rodeado por sus seguidores y después de una marcha a pie de 400 km, se acercó a la orilla del mar para coger un puñado de sal, producto de la evaporación del agua de mar, infringiendo así la prohibición impuesta por los ingleses que condenaba a la población a comprarles la sal a un precio desproporcionado, lo que después de no pocos tiras y aflojas llevó finalmente a que en 1947 se declarara la independencia de la India.
La sal está presente en la exposición a través de unas fotos realizadas en l984 en las salinas de Torrevieja y a través de la pieza “Salario”.
Riotinto, el cíclope mudo
La Península ibérica es el territorio en el que se encuentra uno de los yacimientos más importantes de mineral de cobre: el cinturón pirítico del SO que se encuentra en la provincia de Huelva y se prolonga hasta bien entrado en Portugal.
Alrededor de Riotinto se ha extraído mineral y se ha fundido metal desde los tiempos de tartesios y fenicios. Es un lugar en el que la arqueometalurgia ha podido estudiar el desarrollo de la minería desde la prehistoria hasta nuestros días. Este yacimiento extraordinario no sólo ha dado cobre sino también plata, oro y hasta platino en diferentes fases de su explotación. De allí, nos dicen, se llevaba el rey Salomón cargamentos enteros de metal precioso en barcos que para aprovechar el viaje tenían las anclas de plata.
En época romana la extracción de metal fue notable como atestiguan numerosas escombreras, las minas fueron trabajadas por esclavos y se introdujeron mejoras técnicas como el uso del tornillo de Arquímedes y la construcción de norias para evacuar las aguas subterráneas.
Después de un parón prolongado durante la época del dominio musulmán, que solo usaron aquellas tierras para la fabricación de tintes, las minas se volvieron a “descubrir” durante el reinado de Felipe II, pero no consiguieron volverse operativas hasta después de la guerra de la Independencia, debido en gran medida a la dificultad de sacar el mineral hasta el mar.
En el siglo XIX es cuando se intensifica la explotación con la creación de un consorcio internacional, La Rio Tinto Company Ltd. de iniciativa británica y capital en buena parte alemán y llega a su apogeo a principios del siglo XX.
En 1876 se inaugura una línea de ferrocarril para transportar el mineral hasta el puerto de Huelva y hacia 1889 Rio Tinto se convierte en la mayor mina a cielo abierto del mundo y el mayor exportador de mineral de Europa. Se crea Corta Atalaya, un inmenso cráter que alcanza un diámetro máximo de 1200 metros y 350 metros de profundidad. Hueco sobrecogedor y hoy parcialmente inundado, testimonio visible de primera magnitud de la segunda revolución industrial, “monumento negativo” por excelencia[3].
Hacia 1908 llega a emplear a más de 16.000 obreros venidos de todas partes del país, pero dadas las pésimas condiciones de trabajo y el perjuicio para la salud en Riotinto se suceden las huelgas, duramente reprimidas por los directivos ingleses con ayuda de la Guardia Civil, la mas sangrienta la de 1888, el famoso “año de los tiros” pero no menos importantes las de 1907, 1913, año que marca el inicio de las luchas sindicales, así como la de 1920.
Con estos antecedentes a Huelva le corresponde un lugar de honor en la historia de las luchas sociales, es el primer lugar de una masiva protesta que hoy llamaríamos ecológica, pues eran las “teleras”, la calcinación del mineral de cobre al aire libre, altamente contaminantes y perjudiciales para la salud, las que estaban en el origen de aquellas huelgas.
Sin embargo, estaríamos en un error si pensáramos que casi 100 años después de esas huelgas, en la zona de Huelva los problemas sociales y las protestas por la contaminación se hallan definitivamente resueltas, pues a los vertidos tóxicos no confesados en las antiguas minas, sin explotar desde 2001, se añade la contaminación causada por el polo químico de Huelva, instalado en 1964 en las inmediaciones de la ría del Odiel con el fin de “desarrollar” una zona económicamente deprimida, pero fuertemente contestado sobre todo en los últimos años por una población que ha visto aumentar de manera significativa los casos de cáncer en la zona y un deterioro generalizado de la salud debido a la contaminación ambiental.
Recientemente la compañía EMED TARTESSOS está reiniciando la explotación minera del Cerro Colorado, ATLANTIC COPPER sigue con su producción de refinamiento de cobre a gran escala y en las inmediaciones de Nerva ha sido aprobado un proyecto para aumentar la capacidad del vertedero de material tóxico operado por BEFESA, mientras que FERTIBERIA, responsable de la balsa de fosfoyesos junto a la ría del Odiel, ha sido condenada por la Audiencia Nacional a parar los vertidos y limpiar la zona.
Estamos frente a un tema tristemente clásico: el capital contra la vida.
Las que operan en la zona son grandes corporaciones multinacionales que siguen al pie de la letra las reglas del capitalismo avanzado, es decir, su prioridad es el aumento de beneficios, por mucho que financien proyectos de investigación, pongan imágenes de flamencos rosas volando en sus páginas web y publiquen una Declaración Ambiental Anual.
En sus manos se reúne todo el poder, se ven mimados por los responsables de la administración pues sus resultados económicos cuentan en las estadísticas nacionales y frente a ellos los habitantes del lugar solo cuentan con sus cuerpos, su rabia y su voluntad de vivir una vida al margen de la radioactividad, los nitratos, el plomo, el cobalto, el mercurio y quién sabe cuantas sustancias perjudiciales más en el aire que respiran y el agua que beben[4].
El cobre, metal de apariencia cálida puede ser reciclado infinitamente.
Es el mejor conductor de electricidad que se conoce y el 65% de su producción corresponde al uso en la electricidad.
Anualmente se producen 20 millones de toneladas en todo el mundo.
La parte del león le corresponde a Chile, es el mayor productor de cobre del mundo.
En la región de Huelva, en el complejo metalúrgico a orillas del Odiel, cada año 1 millón de toneladas de concentrado mineral se convierten en 300.000 toneladas de cobre refinado; esto significa unas 700.000 toneladas de escoria, lo que plantea el problema del almacenaje de los residuos.
Pero no es solo cobre lo que allí se produce. Freeport-Mc MoRan, el accionista estadounidense de Atlantic Copper dice en su web ser el segundo productor mundial de cobre, el primero en molibdeno, un importante productor de cobalto, pero produce también oro, petróleo y gas natural.
En la exposición el cobre está presente tanto en la forma de grandes pacas donde el cobre usado es comprimido en bloques a la espera de ser fundido de nuevo, en forma de monedas sin acuñar y virutas de cobre usado, a través de las fotos actuales de Corta Atalaya, Cerro Colorado y los vertidos de Befesa, la instalación “La mina” y el “power point” sobre la historia de las minas de Ríotinto.
El aprendiz de río
El río de Madrid, el modesto y a veces vilipendiado Manzanares, forma parte de la cuenca hidrográfica del Tajo, el río más largo de la península. Es parte de un extenso sistema con mil ramificaciones del que participan tanto España como Portugal. Forma una gigantesca cuenca cuyas aguas, entre otras cosas, dan de beber a los habitantes de Madrid y Lisboa.
En cuanto a los que vivimos en la Comunidad de Madrid tenemos el triste privilegio de convivir con los dos ríos más contaminados del país: el Manzanares y el Jarama, seguidos por el Henares y el Guadarrama[5].
En la exposición el agua está presente a través de los nombres de los afluentes mas significativos del Tajo en la pieza “Tajo, Tajuña, Alagón, Jarama” a través de un mapa de la Cuenca hidrográfica, de una cascada filmada en las inmediaciones de la confluencia del Cifuentes con el Tajo, pero también a través de los nombres de las más de doscientas presas existentes en la cuenca y los años de su construcción, embalses que utilizan las aguas para el regadío, para generar electricidad y refrigerar las centrales nucleares, haciendo visibles unos datos que normalmente escapan a la atención de la mayoría.
Mi trabajo ha girado alrededor de los ríos y del agua desde aproximadamente el año 2005, traduciendo datos a escultura, incidiendo en una nueva visibilidad que se hace posible con el uso de la informática.
En este tiempo he podido comprobar que los datos relacionados con la política hidráulica son a menudo contradictorios, poco fiables y difícilmente accesibles.
Algo que debería estar “más claro que el agua” precisamente con relación al agua no lo es.
En el trasfondo de todo esto se encuentra obviamente el debate acerca de la privatización del agua. En ciudades como Paris, Lyon, Potsdam primero y Berlín después, así como en muchas otras ciudades, la iniciativa ciudadana ha conseguido re-municipalizar el uso del agua y devolver su competencia al control público.
Un campo de luces (pequeñas)
Continuamente encendemos luces, calefacciones, ordenadores, frigoríficos y microondas, por no hablar de los móviles que se han convertido en nuestro cerebro externo, pero ¿cuánta gente sabe realmente cómo se genera la electricidad? Hacemos un uso sonámbulo de la electricidad, gastamos energía como si los recursos no tuvieran límites, como si la electricidad no hubiera que generarla, sacarla de algún sitio.
Como Jeffrey Dukes[6] pone de relieve en su libro “Burning Buried Sunshine: Human Consumption of Ancient Solar Energy”: “cada año de petróleo quemado supone 400 años de producción fotosintética de plantas prehistóricas, incluido el fitoplancton”.
Por mi parte hace años aludí modestamente al mismo hecho en el título de una exposición que se llamaba “Nuestras mejores máquinas están hechas de luz solar” (Our Best Machines are Made of Sunshine)…
En el corazón de esta exposición se encuentra un campo de baterías caseras que muestran de manera rudimentaria y hasta un poco brutal el proceso y las materias que se necesitan para producir electricidad: cobre, magnesio y un electrolito, en este caso, agua con sal.
Estas pilas son una metáfora que quieren hacer que el visitante repare en el hecho de que la tierra no es sino una gran batería de biomasa, cargada gracias a la fotosíntesis en el curso de millones de años. Es nuestro capital biológico, que a lo largo de los últimos 200 años hemos ido descargando de manera frenética sin que haya repuesto ni tanque de reserva a la vista.
Este campo de pilas o baterías es una señal de alerta, una llamada de atención sobre la urgencia de repensar nuestro modo de vida.
Pone el dedo en la llaga y denuncia de igual manera la mentira de la “economía sostenible” y las voces tranquilizadoras que nos hablan de la salida de la crisis después de la cual todo puede volver a la “normalidad”.
Nada volverá ya nunca a ser igual.
Solo consideren por un momento “que hacen falta 8 calorías de combustibles fósiles por cada caloría alimenticia”.
Consideren que “la desigualdad en cuanto a uso de energía es pavorosa: ya alrededor de 1900 la ciudad de Nueva York consumía tanta electricidad como toda África subsahariana, excluida Sudáfrica”[7].
En el momento actual, que se podría caracterizar por el fin del mundo del trabajo (mecánico) asalariado –las máquinas y los ordenadores han suplantado esa fuerza de trabajo y asistimos a una constante disminución de los puestos de trabajo– lo que plantea el serio problema de un amplio segmento de la población que para el capitalismo avanzado se ha vuelto “superflua”, bien vale la pena someter a escrutinio el concepto mismo de trabajo, de valor, de consumo y de mercancía. “Salario” puede ser un buen pretexto para hacerlo.
Hoy la humanidad se enfrenta a los límites biofísicos del planeta y se ve encarando una crisis que no es solo económica, sino civilizatoria de dimensiones inauditas.
Queda poco lugar para la duda de que el tema de una mutación antropológica está sobre la mesa. Y en ese trance no puede faltar una consideración renovada a la hora de pensar la materia, la tierra, lo vivo y la convivencia de los humanos.
Pero he llamado a este apartado ¨un campo de luces pequeñas”.
A punto de terminar estas notas, una amiga a la que le expliqué el campo de baterías caseras que emiten puntos de luz exclamó: ¡Ah, las luciérnagas de Didi-Huberman! Y de esta forma me sugirió una lectura muy hermosa y significativa porque abre la vía a espacios de esperanza en medio de esta noche oscura.
En su libro “La supervivencia de las luciérnagas” Georges Didi-Huberman[8] contrapone la “luz pequeña” de las luciérnagas que a veces iluminan las noches de verano a la “luz grande” de nuestra vida cotidiana. La luz feroz del poder, de la mercancía, del control, de la sobreexposición a las luces de las pantallas, de los estadios, de los platós de televisión, del gran espectáculo en definitiva, al que estamos expuestos continuamente.
¡Las luciérnagas de nuevo!, pensé al escuchar a mi amiga, aquellas que jamás he podido olvidar desde las noches en el patio de una casa en la que me alojé en Via Laura, a un tiro de piedra del Duomo de Florencia.
Frente a la desesperación del último Pasolini, que en la desaparición de las luciérnagas denunciaba la muerte del deseo y de la inocencia, frente al más que justificado pesimismo de Giorgio Agamben, que reflexiona sobre la de-subjetivación del individuo contemporáneo y la destrucción de la experiencia, frente al panorama descorazonador de una Europa que se está quebrando moralmente, Didi-Huberman apunta hacia las luces mínimas, intermitentes de la resistencia y hace valer las luces menores de quienes imaginamos, escribimos, filmamos, bailamos, hacemos música y, apelando a la voluntad de cada uno, ensaya una teoría de la supervivencia.
Notas:
[1] Silvia Federici: Calibán y las brujas. Mujeres, cuerpos y acumulación originaria. Traficantes de sueños, 2004.
[2] Pierre Lázslo: Salt: grain of life. 2002.
[3] Eva Lootz: Escultura negativa. La Oficina de Arte y Ediciones y Fundación Arte y Mecenazgo, Madrid, 2014.
[4] La lucha por la descontaminación está representada por diferentes colectivos, siendo la Mesa de la ría de Huelva una de las más activas, sus integrantes llevan años luchando contra el actual estado de las cosas, han denunciado repetidamente a las multinacionales desde Atlantic Copper hasta Fertiberia ante la CEE, con escasos resultados y muy poca repercusión en la conciencia general del país.
[5] El Plan Hidrológico considera a las aguas del Manzanares y del Jarama “no aptas para ningún uso”, a pesar de lo cual siguen utilizándose para el riego de productos agrícolas de consumo. Para más datos acerca del estado de las aguas en la Cuenca Hidrográfica del Tajo véase el último Plan Hidrológico para la CHT aprobado en enero de 2016, del que se deduce el número de ríos que no cumplen el plazo de 2015 exigidos por la DMA (Directiva Marco de Agua) de la UE para un estado aceptable de los ríos; así como los informes relativos a las aguas de la Comunidad de Madrid de Ecologistas en Acción.
[6] Jeffrey Dukes: Burning Buried Sunshine: human consumption of ancient solar energy. Climatic Change 61, 2003.
[7] Emilio Santiago Muiño: No es una estafa, es una crisis de civilización. Enclave de libros, Madrid, 2015.
[8] Georges Didi- Huberman: Supervivencia de las luciérnagas. Abada Editores, 2012.
Eva Lootz, La canción de la tierra, La Principal, Tabacalera, C/ Embajadores 51, Madrid. Del 22 de abril al 19 de junio de 2016.
Comisaria: Isabel Tejeda.