TE AMO, MUÑECA
Andrés Isaac Santana
No exagero si digo que Dollhouse de la artista holandesa residente en España Fardou Keuning es, con mucho, una de las mejores exposiciones de arte contemporáneo –ahora mismo– en la ciudad de Madrid, en el Museo C.A.V. La Neomudéjar.
Hablamos de una muestra que, sin duda, resulta espectacular por dos poderosas razones: de una parte, la fuerza de su temática en diálogo directo con un clarísimo posicionamiento feminista; de otra, su delirante puesta en escena que conduce –de facto– a una suerte de inexcusable inmersión en la dramaturgia del cine de terror.
La obra de Fardou Keuning supone, en esencia, un gesto barroco de recuperación y de mestizaje. ¿Qué quiero decir con ello?, pues que la obra –en tanto que contenedor material y simbólico– deviene en soporte de esa clásica tensión identidad/alteridad y en el ámbito relator de las mixturas y de las superposiciones que se gestionan entre el lenguaje del arte y los estamentos de la sabiduría ancestral de las culturas de origen que centraron su mirada y su cosmogonía en el animismo y la ritualidad como vehículo de realización y de plenificación; también, claro, como un modo de alcanzar a comprender el mundo. Se trata, por tanto, de un relato cultural y estético que sustenta –a sus anchas– el paradigma diacrónico de la contaminación expedita entre lo sucedáneo y lo primigenio, como expresión inequívoca de la sensibilidad postmoderna y su constante reciclaje.
Casi siempre somos presa del tic y de la pose de turno, lo que llevará a muchos a advertir en esta propuesta un exotismo y una sed de otredad que, en modo alguno, responden a la realidad misma. Baste simplemente con un recorrido por los enclaves enfáticos de esta exposición para comprender –de entrada y de últimas– el verdadero universo (y los niveles de compromiso de la artista) que gravitan detrás cada despliegue escenográfico. Sin ir más lejos, la instalación –especie de altar santero– ubicada en la sala Hojalatería, revela el trasfondo lectivo y de investigaciones concienzudas en el que se sumerge Fardou, antes –y durante– del proceso de “construcción” de su obra.
Su trabajo, tal cual afirman los directores del museo Francisco Brives y Néstor Prieto, “se inspira en referentes internacionales como la serie de muñecos vudú haitianos de Marianne Lehmann, el libro El imperio de la muerte de Paul Koudounaris, la fiesta de los muertos mexicana; así como en otras referencias tales como la obra de artistas de la talla de David LaChapelle, Kienholz, James Ensor y Ryan Trecartin […]”. De hecho, la propia arista, señala: “intenté volver a la base, al comienzo, a la idea que la materia puede tener alma”.
De ahí, si se quiere, que sea precisamente el ámbito del animismo (y su activación como mecanismo estético y discursivo), el horizonte de actuación/ejercitación de toda la narrativa que cultiva esta artista. El concepto del animismo –señalan los curadores– acompaña la trayectoria de esta mujer que ha decidido recorrer el espectro del Art Brut como escenario de realización y base de todo, o gran parte, de su trabajo”.
El animismo (del latín anima) es un concepto, o más bien un sistema ideológico, que termina por englobar, en su fuero interno, a un amplio grupo de creencias o de prácticas religiosas, en las que tanto objetos (útiles de uso cotidiano o bien aquellos reservados a ocasiones especiales) como cualquier elemento del mundo natural, se descubren dotados de alma o consciencia autónoma propia. Se precisa en su definición más extendida que “si bien dentro de esta concepción cabrían múltiples variantes del fenómeno, como la creencia en seres espirituales, incluidas las almas humanas, en la práctica la definición se extiende a que seres sobrenaturales personificados, dotados de razón, inteligencia y voluntad, habitan los objetos inanimados y gobiernan su existencia. Esto se puede expresar simplemente como que todo está vivo, es consciente o tiene un alma […]. En África, por ejemplo, el animismo se encuentra en su versión más compleja y acabada, siendo así que incluye el concepto de magara o fuerza vital universal, que conecta a todos los seres animados, así como la creencia en una relación estrecha entre las almas de los vivos y los muertos. En otros lugares el animismo es en cambio la creencia en que los objetos (como herramientas y fenómenos naturales) son o poseen expresiones de vida inteligente”.
Partiendo de esta genealogía del concepto y de su puesta en práctica, no resulta extraña, menos aún contradictoria, la afirmación de la artista cuando escribe: “He intentado atrapar el momento donde he dado vida al material, a una representación de una figura humana, de una idea, de un compañero imaginario, de un ser de otro nivel energético. Cuido de mis muñecos, les doy de comer y les organizo un hogar. Llegaron a residir en centros culturales y museos, donde se empeñan en llamarle a su estancia instalación. Nos hemos mudado con frecuencia, a varios países y a varios museos. Mis criaturas son frágiles y los viajes y los cambios obviamente les afectan. Tuve que dejar amigos detrás, porque no les podía llevar conmigo. Algunos se quedaron en Tanzania, Argentina y Países Bajos. Antes de separarnos nos hacemos fotos. Para tener un recuerdo del momento, de la instalación, de mi diálogo […]”.
Se hace evidente, por tanto, y a tenor de lo que ella misma describe como un habitus, el carácter performático y la dimension antropológica de su propuesta. No se trata de activar el recurso de lo exótico como ilusión especular y evanescente entre la obra y los muchos espectadores de esta. Se trata, muy por el contrario, de reservar un espacio de autenticidad manifiesta en el que a la acción predatoria y cosificante de la maquinaria contemporánea, se le opone la solvencia y hechura de una estructura afectiva que está por encima de las políticas del desecho y de la fragilidad de las emociones. La obra de Keuning podría ser leída como un acto de amor lo mismo que como un gesto de reconciliación y de emancipación; un lugar en el que se resuelven los grandes dilemas existenciales del sujeto contemporáneo, atrapado, como lo está, en la dinámica de estériles relaciones de posesión y de control, como si tales maniobras fueran –al cabo– deudoras de la felicidad.
Esta artista no se permite, aunque a ratos pudiera parecerlo en virtud de la ironía y de la parodia contenidas en la trama simbólica de su relato, el jueguito pueril de los escamoteos y de las digresiones. Su obra está “penetrada” en un fuerte sentido crítico dirigido –en exclusiva– hacia los mecanismo de violencia y de control. Dos de las piezas más imponentes de la exposición, o al menos dos de las que a mí me resultan más inquietantes, se soportan –discusiva y estructuralmente– sobre una fortísima crítica, de acento feminista, a la violación del cuerpo femenino y a la cosificación que –desde siempre– ha practicado el sujeto falocentrista respecto del signo mujer. Esta vez, y en un sentido claramente lúdico y suficientemente irónico, ese ejercicio de objetualización-anímica, se produce mediante una alteración de los roles activo y pasivo asignado a la mujer y al hombre, según la conveniencia de un “trato de desigualdades” administrado, tácitamente, por los poderes simbólicos y fácticos.
Existe una precisión de intereses, cuando se pretende que el arte no tenga sexo ni género. Desde esta perspectiva se homologan identidades o se saltan las deseadas paridades y equilibrios en el sistema del arte a favor –siempre– de la voz masculina. El ámbito divulgativo y promotor de esas veleidades desearía (y lo hace) ignorar la arrogancia necesaria de una obra y de un discurso como el que postula esta artista. Sin embargo, no es sino la misma trama que definen las relaciones sociales actuales, la que pone el solfa ese tipo de criterios y de perspectivas, gestionando una mejor y más noble cartografía de actores y de voces.
Cabría señalar, entonces, tres razones más que me llevan a considerar esta exposición, si no como la mejor, al menos como una de las mejores apuestas del verano en la ciudad de Madrid. Valga decir, sencillamente, por el esquema interior y dramatúrgico que apunta hacia la intercepción del alma humana; el ánimo reconciliador que se tensa entre la realidad estéril del sujeto contemporáneo y el ámbito de los sueños y de las aspiraciones; y, por último, la pertinencia, solvencia y eficacia de una identidad corrediza, latente, bisagra y punzante que genera, más allá de sí misma y de su lugar en el mundo, una auténtica revolución de las conciencias.
Fardou Keuning, Dollhouse, Museo C.A.V. La Neomudéjar, Madrid. A partir del 8 de agosto de 2018.
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