Bernini, El éxtasis de Santa Teresa, 1647-1652
YO TE SALUDO, MARÍA
Ana Quiroga Álvarez
El pasado 14 de mayo de 2019, la obra «Con flores a María» de la artista Charo Corrales era destrozada por un anónimo (o anónimos) tras los intentos de la extrema derecha y otras alianzas por retirarla. La obra en sí pertenece a la exposición «Maculadas sin remedio», organizada por la Diputación de Córdoba en la Fundación Botí. En ella, la autora juega con el autorretrato para reconfigurar la mirada femenina en el arte sacro. En el rostro de la Virgen que retrata Charo Corrales, no es tanto a María a quién vemos sino a la propia autora, cuya mirada se prolonga a través del lienzo. Esta suerte de María humanizada (o más bien personificada) que retrata Charo levanta la mirada mientras con una mano se adentra en los ropajes que esconden su sexo, buscando un placer tantas veces negado.
Con flores a María, de Charo Corrales, antes de ser destrozada.
En su alegato contra la obra de Charo Corrales, la derecha (en todas sus modalidades) afirma que se trata de una ofensa a los sentimientos religiosos, retomando una vez más el Dogma de la Inmaculada Concepción. Un Dogma aprobado en pleno siglo XIX, en 1854, y que se ha postulado como uno de los mástiles de la más rancia teología masculina. Y es que el Dogma de la Inmaculada Concepción es una de las pruebas más claras de hasta qué punto el poder de las instituciones religiosas, siempre posicionadas en masculino singular, nos ha arrebatado la mística, haciéndola exclusivamente suya. El mismo que borró de las escrituras el nombre de María Magdalena y que nos fue sumiendo poco a poco en un oscurantismo que arrebataba la fuerza matriarcal a la Virgen María.
En su obra Despojada de su sexo. El mito y el culto a la Virgen María, Marina Warner nos explica hasta qué punto la Iglesia ha construido su propia edificación de la Virgen de acuerdo a sus intereses político-económicos. Así, la Virgen Reina desaparece paulatinamente, dejando lugar a esa Inmaculada Concepción que emerge finalmente en el siglo XIX. Más allá de esa pasividad con la que ciertos poderes eclesiásticos retratan a la Virgen María, las escrituras sagradas en femenino plural nos hablan de una Virgen poderosa. Una Virgen Reina a la que el propio Velázquez retrataba en el siglo XVII en su Coronación de la Virgen. En ella, María ocupa el centro y su posición de templanza y poderío parecen alejarse sustancialmente de toda pasividad.
Velázquez, Coronación de la Virgen, siglo XVII
Frente a este tipo de representaciones del arte sacro, los poderes eclesiáticos se nos revelan en toda su patriarcalidad, denegando toda subjetividad a la Virgen María a la vez que la ensalzan como mito vacuo de una suerte de feminidad edificada desde lo pasivo. Así, nos arrebatan a María y nos devuelven a una Virgen con la que no podemos conectar, que se aleja de lo terrenal y nos abandona al margen del pecado. Un hábil proceso de domesticación femenina que se habría iniciado en la alta Edad Media. Tal y como documenta el historiador Jacques Delarun en Miradas del clero (uno de los epígrafes de Historia de las mujeres en Occidente. La Edad Media, editado por Georges Duby y Michelle Perrot), a inicios del siglo XI la Iglesia inicia ese alejamiento de la Virgen María de lo terrenal, condicionando a las mujeres a identificarse con el único resquicio de lo pragmático dentro del abanico místico: Eva, eterna portadora del pecado.
Pese al peso del poder patriarcal dentro de la Iglesia, no fueron pocas las voces de mujeres que se atrevieron a desafiarlos desde su mística. Si bien son más numerosas de lo que pensamos, muchas veces estas voces han sido silenciadas. De todas ellas, emergen con fuerza popular algunos nombres como el de Santa Teresa de Jesús, autora de obras como Camino de la perfección, que data de 1577. Su fuerza y tenacidad nos trasladan a un feminismo de los cuidados donde la Virgen se muestra próxima y nos encauza hacia una resistencia pacífica. A través de la oración, Santa Teresa alcanza la plenitud de su ser, tal y como la retrataba Bernini en el siglo XVII.
Cuatro siglos más tarde, cabe preguntarse qué dirían algunas voces del rostro desconfigurado de Teresa en ese éxtasis místico. Un placer donde el hombre no interviene y solamente ella permanece. Alcanzar el clímax sin la necesaria intervención del varón. Quizá es eso, y no otras cuestiones, lo que sigue rasgando las vestiduras del patriarcado. Al no poder controlar nuestro deseo, decide adueñarse del marco que lo refleja para así, zafar su venganza en la praxis más plástica. A ellos, y a todos los que pretenden callarnos, les recordamos que podrán hacer jirones nuestra arte e incluso nuestros cuerpos, pero nunca nuestro deseo de ser sujetos.
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