EL PATRIARCADO ES UN JUEZ: SI NO SE PUEDE BAILAR, NO ES MI REVOLUCIÓN
Marián López-Fdez. Cao
Los carabineros de Chile cantaban enardecidos, mientras marchaban al paso militar en el espacio público “duerme tranquila, niña inocente, sin preocuparte del bandolero, que por tu sueño dulce y sonriente vela tu amante carabinero”. Pero las niñas, las adolescentes, las mujeres adultas y las ancianas del mundo les respondieron, también en el espacio público, que “el patriarcado es un juez que nos juzga por nacer, y nuestro castigo es la violencia que no ves / que ya ves. Es feminicidio. Impunidad para mi asesino. Es la desaparición. Es la violación”. Espacio público frente a espacio público, cuerpos vulnerados frente a cuerpos adiestrados.
No han sido suficientes los miles de textos académicos que desde hace décadas analizan la violencia física, psicológica, simbólica y cultural ejercida hacia las mujeres. No han sido suficientemente efectivos los artículos, libros, tratados, conferencias, discursos que, desde el pensamiento discursivo y analítico han puesto en evidencia el desigual reparto de riqueza y la tremenda carga de trabajo hacia las mujeres, la violencia cotidiana que soportan las principales cuidadoras de la humanidad y el planeta. No han sido suficientes los datos aplastantes de abusos sexuales desde la infancia, las cifras sobre violaciones cada hora en el mundo, las cifras de muertes violentas con un componente de sufrimiento extremo ejercidas hacia las mujeres.
No han sido suficientes.
El arte, la expresión que, desde el comienzo de los tiempos ha sido un componente de humanidad y comunión en los pueblos, de restauración tras la derrota, de lucha contra el miedo de la vida, que ha tratado de restaurar y dar sentido a la pérdida y al sufrimiento, que ha convocado a través de la armonía de las formas la armonía de las conciencias, ha conseguido lo que la palabra escrita no ha logrado.
La creación nos convoca y conmueve. “De norte a sur, de este a oeste”. La palabra rimada, la música al unísono convoca más que el artículo académico, que la palabra en el Congreso. El cuerpo junto a otro cuerpo, que ya no se siente sólo ante la humillación y el desprecio, el compás, que nos remite al batir de nuestros corazones, al ritmo primordial, la sensación corporal de ser uno sin perder la individualidad –la fuerza del arte– está convenciendo y conmoviendo más que cualquier discurso.
Los resultados de PISA, una herramienta para formar a dóciles y efectivos trabajadores, ha vuelto a aconsejar menos educación y más instrucción. Más cuentas y menos cuentos. Desde hace años sus resultados han hecho disminuir en los currículos educativos las humanidades, la capacidad crítica, la capacidad de imaginar un mundo mejor, el enfrentamiento al conflicto de forma constructiva y creativa. Ha hecho reducir la filosofía y las artes a la nada pero no ha entendido tampoco la ciencia como filosofía de la naturaleza.
Sin embargo como decía Hessel, en su maravillo texto “Indignaos”, creamos y resistimos. Resistimos y creamos. Creamos y resistimos. Vale más una canción que todas las censuras sobre la educación de la ciudadanía en igualdad, sobre la educación en las artes, sobre la educación en el pensamiento crítico, sobre la educación en el cuestionamiento constante, en la incertidumbre, en la ética de nuestros comportamientos. Qué maravillosa ciudadanía tendríamos si tratáramos mejor a nuestro profesorado, si apostáramos por la educación, de una vez por todas. Una educación por el arte, que posibilitara el conocimiento a través de la emoción. Que nos hiciera creadores de nuestro proyecto vital.
Quizá otra letra, quizá otro tono… da igual. Sentirnos convocadas contra la injusticia de tantos y tantos años, de tantas y tantas generaciones, nuestras madres, abuelas, tatarabuelas, tataratatarabuelas… de tantas latitudes –“de norte a sur, de este a oeste”– nos hace fuertes. Eso es lo que consigue el arte, uniendo diversidad y comunidad. Poniendo imagen, cuerpo, sonido y movimiento a lo que dolía en nuestro pecho. En el espacio público, donde ese espacio ha sido el mismo de la atrocidad.
Por eso es lo contrario a un desfile militar: homogéneo, uniformado, jerárquico, vertical. Ordenado, ordenando a su vez qué es y qué no es, prescribiendo y proscribiendo. Recuerdo cómo, leyendo el estupendo libro de Klaus Theweleit sobre la construcción de la masculinidad en el Tercer Reich, Männerphantasien, las autobiografías de oficiales de la Freikorps alemana coincidían en el asco que les provocaba la contemplación de las manifestaciones de los y las trabajadoras por la disgregación, fragmentación y desorden que les producía. Las manifestaciones les resultaban “femeninas”, frente al orden y jerarquía de lo que debe ser lo “masculino”, encarnado en el desfile.
Esto es creación colectiva: mucho más parecida al arte, señores militares, por eso les pone tan nerviosos. Esto es comunión, diversidad, emoción y conciencia. Esto es la gente, señores, organizada, sin lideres y fortalecida por saberse unida y con la cabeza bien alta, después de haber sido violentada y humillada. Como señalaba Augusto Boal en su teatro del oprimido, estamos oprimidas, pero ya no somos víctimas. Como señalaba Hannah Arendt, somos parias, pero parias conscientes. Sabemos que otro mundo es posible, aunque todavía no estemos en él.