Céline Sciamma, Retrato de una joven en llamas, 2019
EL LIENZO TOMADO
Ana Quiroga
El pasado 10 de febrero de 2020 se celebró la 92ª edición de los Oscars. Una edición más sin mujeres en la categoría de «mejor director». Se podría decir que, en este caso, la imposición de aquello que ciertos académicos denominan «el masculino inclusivo» nos volvía a dejar atrás. Una edición donde la locura se presenta en masculino singular de la mano de Todd Philips en El Joker y que sigue con la gesta épica del relato clásico del héroe en filmes como Érase una vez en Hollywood. Donde la única inclusión en femenino es la de Greta Gerwig, quien conseguía la nominación a mejor película por su revisión del clásico Mujercitas, tras su éxito en 2018 con Lady Bird.
Más allá del juego de pasteles y nebulosa folletinesca que nos ofrece Mujercitas, hay algo tan real como vigente en ese gesto iniciático de la joven Jo, quien intenta en la primera escena publicar su obra. Bajo la mirada masculina del jefe de edición, Jo sostiene temblorosa la copia de su manuscrito. Tras entregárselo, aguanta evitativa ese gesto final que le recuerda que su valía, por hermosa que pueda resultar, no es suficiente.
Ante la letanía de repetir una vez más la abrumadora presencia de lo masculino en el discurso cultural, el gesto diegético de Jo nos devuelve a una cotidianidad que duele por su pleno vigor en el siglo XXI: la voz silenciada de todas aquellas que quieren hacerse un hueco en cualquiera de las artes, desde el cine hasta las plásticas. Si bien el caso hollywoodiense puede servir a algunas para reclamar el valor único de Europa como resquicio del sentir violeta, los datos nos vuelven a enfrentar con la hegemonía abrupta de un Homero con pocas ganas de irse. Los datos de festivales como Cannes o de eventos como Los Goya españoles no dejan mejor sabor de boca: no solo la presencia hegemónica es masculina, sino también blanca, cisexual y hetero.
Y es así como filmes como Parásitos o Los miserables se superponen a una de las obras que apuntaba a convertirse en un hito cinematográfico: Retrato de una joven en llamas. Dirigida por Céline Sciamma, la obra nos introduce de lleno en la Francia del siglo XVIII. En la antesala de la Revolución Francesa, una condesa (Valeria Golino) encarga a Marianne (Noémie Merlant) el retrato de su hija Héloise (Adèle Haenel), como regalo de bodas al futuro esposo de la joven. Para ello, Marianne ha de aceptar una única premisa: pintar a Héloise sin que ella sea consciente.
Primer plano subjetivo de Marianne que nos presenta el rostro de Héloise
En este punto, cabe distinguir dos narrativas diferenciadas en la cinta de Sciamma. Por un lado, la historia de amor fruto de los furtivos encuentros entre ambas. La pasión pura de dos jóvenes que se encuentran en los resquicios de lo moralmente aceptable. El gesto pausado de Marianne al observar a una furtiva Héloise que se escapa de su mirada. Pero, por otro lado, Retrato de una joven en llamas es la ruptura del marco. De cómo las fronteras entre la creadora (secularmente establecida en masculino singular) y la retratada (configurada bajo el halo de las musas místicas); se desdibujan en la pincelada cómplice con la que Marianne retrata a la joven condesa.
Sin menospreciar la importancia de lo romántico más allá de lo heteronormativo, en esta ocasión nos centraremos en la segunda mirada: la deconstrucción del deseo ejecutado. Ante la imposibilidad de recurrir a la observación estática de la retratada, Marianne ha de buscarla para sentirla. Recién salida de un convento, Héloise presenta un cuadro emocional complicado según su propia madre, lo que la lleva a vigilarla y a limitarle las salidas al exterior. En un régimen de casi reclusión, la llegada de Marianne supone la apertura de un nuevo horizonte.
Lo íntimo roza lo artístico en Retrato de una mujer en llamas
Una aproximación paulatina que se inicia desde el silencio acompañante de la artista, que sigue a Héloise desde la sombra. Poco a poco, va memorizando la forma justa de su lóbulo derecho, la mueca de una sonrisa inacabada o el gesto con el que aparta los cabellos de su rostro. Un proceso durante el cual va conociendo a la retratada, difuminándose las fronteras entre el objeto y el sujeto de la creación. Un viaje introspectivo que terminará con la última pincelada de Marianne, regalando así el reflejo de Héloise a su prometido.
En este punto, Céline Sciamma propone una relectura del cuadro tomado. Habiendo terminado completamente la obra de Héloise, Marianne observa fijamente el lienzo acabado y siente que algo falla. La perfecta ejecución de cada trazo, que imita la línea del romanticismo de la época, es insuficiente para la autora. Frustrada, desgarra el lienzo y vuelca sobre este una vela encendida que calcina por completo el cuadro.
Efectivamente, algo falla en el lienzo. El retrato capta el gesto adusto de una joven inmóvil. Una sonrisa hierática que resultaría quizá complaciente al espectador masculino, pero que a Marianne se le hace insuficiente. Es entonces cuando toma consciencia del secreto: la obra solo cobrará mérito sentido cuando la retratada sea consciente y participe en ella más allá de su reflejo.
A partir de entonces, ambas comienzan una estrecha relación en la que los paseos por la playa se combinan con largas sesiones en el estudio que la madre de Héloise ha acondicionado para Marianne. Durante uno de estos encuentros, Marianne le pregunta a Héloise si no se siente excesivamente observada. Héloise le responde que en todo caso, ha de ser al contrario: mientras Marianne la retrataba, ella también la observaba. Así, la espectadora descubre cómo estas dos mujeres han superado la mirada unidireccional clásica del autor y su musa. En cada trazo, Marianne no solo descubre el reflejo de Héloise en el lienzo, sino también el suyo propio. Ambas participan de diferente modo en la configuración final de ese retrato que, ahora sí, logra superar el vacuo trazo de su antecesor y nos presenta a una Héloise más plena si cabe.
Las fronteras entre el sujeto y el objeto de la creación se difuminan en la película de Sciamma
De esta manera, Sciamma logra superar el retrato clásico de la paseante al que la voz de Baudelaire nos tiene acostumbradas, apostando por un diálogo honesto que disipa toda pasividad. Y es así cómo Héloise deviene autora de su propio retrato y cómo Marianne asume un cierto rol de acompañante. Apelando quizá al canónico texto de Roland Barthes, el autor muere para dar lugar a una creación sincera que fractura lo binario.
Un romance que sirve igualmente a su directora para mostrar el trabajo de artistas como Elisabeth Vigée Le Brun, Artemisa Gentileschi o Angelica Kauffmann. Tal y como reconoce Sciamma, el personaje de Marianne no bebe de ningún referente artístico en concreto, sino que es más bien un homenaje abierto a todas aquellas retratistas reputadas del siglo XVIII que han sido olvidadas en la actualidad. Un bello canto no solo a las pasiones que tantas han tenido que esconder a lo largo de los siglos, sino también a aquellas creadoras silenciadas por la fuerza masculina. Un guiño posible a aquellas pinacotecas que, a día de hoy, siguen ocultando el trabajo de tantas artistas.
Retrato de una joven en llamas estará disponible en la plataforma Filmin a partir del 10 de marzo de 2020.