CATACLISMO

MODOS DE MIRAR

Antonio Fillol, El sátiro, 1906. Óleo sobre lienzo. Colección Familia Fillol

MODOS DE MIRAR
Haizea Barcenilla

Es bien sabido que cualquier imagen es una construcción: consiste en una combinación de elecciones (sobre la composición, el color, el encuadre…) que no parten del deseo genial individual, sino del complejo cruce entre una serie de elementos culturales. Por ello, las imágenes no son solamente una escena anecdótica o una combinación de motivos, sino reflejos de las ideologías y las condiciones sociales de un lugar y un momento concretos.

Intentando tal vez recordarnos esto, el Museo del Prado ha decidido que una exposición de mujeres artistas se convierta en una muestra sobre cómo se construye la imagen de la mujer desde la misoginia del siglo XIX. Y escribo “la mujer” y no “las mujeres”, porque con este giro de timón el museo deja de dar voz a la variedad y complejidad de mujeres que con mucho esfuerzo decidieron dedicarse al arte en esta época (o intentarlo), para pasar a centrarse en cómo se creaban estereotipos que las encerraban en un peligroso modelo singular e inalterable: la mujer como idea, no como ser humano.

Podríamos decir que esta decisión del museo es una aportación si no fuera porque es un tema ya poco original, que ha sido estudiado (de manera maravillosa por Bram Dijkstra y Erika Bornay entre otras) y expuesto en múltiples ocasiones desde diferentes vertientes, prestando más o menos atención a cada uno de los clichés que se repiten en la época sin descanso: la femme fatale, la prostituta, el ángel del hogar… Sin embargo, tal vez no esté mal que se trate en un museo que hasta ahora ha actuado como si la construcción social del género pasara resbalando y sin manchar la grandiosidad del genio artístico. O por lo menos, no estaría mal si, por una parte, esto no significara restar protagonismo a esas mujeres artistas cuyo trabajo por fin iba a poner en primera fila; y por otra, si el museo se diera cuenta de que no solo las imágenes se construyen, sino que las miradas se construyen también. Como ya dijo John Berger hace unas cuantas décadas, los modos de ver son tan condicionantes como la forma en que se crea la representación.

Pues sí, amigo: ni miramos ni vemos todos igual. Nuestra forma de leer la imagen se elabora también (oh sorpresa) a través de convenciones culturales e históricas. Me llama la atención que cualquier historiador del arte (utilizo el masculino muy aposta) comprenda que la percepción del espacio representado es diferente en Italia y en Japón, y en cambio le cueste tanto comprender que la mirada sobre la mujer está construida desde una óptica masculina que poco tiene de natural.

La imagen de la mujer en el siglo XIX, esa que reconocemos cargada de misoginia, no consta solo de la representación, sino que se completa con la mirada del espectador (otra vez en masculino) y su forma de deleitarse con dicha imagen. Porque este tipo de imágenes sitúan a quien las mira en el rol de un espectador masculino, por supuesto heterosexual, que entiende a la mujer como un objeto que debe causarle placer; que, como describía Zola al hablar de los hombres que salían del teatro tras ver a la protagonista de la novela actuar en el escenario, tienen “los ojos ardientes, aún candentes de la posesión de Nana”. La mirada es una forma masculina de poseer, y el tipo de obras que expone el Prado en concreto ha normativizado una serie de ideas que se nos han transmitido a lo largo del siglo XX y que cuesta deconstruir: que la imagen de una mujer que se ofrece pasivamente es sinónimo de belleza, y que las mujeres se muestran, mientras que los hombres se mantienen invisibles en su posición de voyeur detrás del lienzo, controlando la situación.

Aclaremos que la mirada masculina no implica que quien mira sea hombre: uno de los grandes legados del siglo XIX es que también las mujeres somos educadas para ejercer esa mirada. La interiorizamos y la aplicamos reiteradamente cuando nos miramos en el espejo y nos juzgamos en base al placer que podemos proporcionar a un hombre, cuando juzgamos a otras mujeres por su físico, cuando nos comparamos con aquellas que son representadas. Nos acostumbramos a que la definición de belleza pueda aplicarse a imágenes profundamente dolorosas, como las de adolescentes asustadas vendidas a hombres que disfrutan con la escena. Nos han educado visualmente para asumir que somos ese objeto, y que debemos utilizar esos parámetros normativos establecidos por la mirada masculina para evaluarnos, con todas las terribles implicaciones que esto conlleva.

La mirada masculina fue teorizada en 1975 por Laura Mulvey en relación al cine narrativo, y desde entonces ha resultado un importante útil en la investigación feminista de la imagen. Pero vista la alegre tendencia a realizar exposiciones con este tipo de imágenes sin plantearse la cuestión de la mirada, va siendo hora de que reflexionemos sobre sus implicaciones en otro tipo de formato que también se construye con combinaciones de imágenes, conceptos y tiempo: el ejercicio curatorial, y específicamente el realizado en el museo tradicional, con su discurso autorizado y la normativización ritualizada del comportamiento en sus espacios.

En ese sentido, hay un interesantísimo antecedente a “Invitadas”: la exposición “Perversidad” en el museo Thyssen de Málaga, que pude investigar junto con Garazi Ansa, y cuyo estudio publicaremos en breve. En esta exposición se mostraban representaciones misóginas de fin de siècle en las que las mujeres aparecían como provocadoras de los pobres hombres, a los que arrastraban al pecado del placer sexual, llevándolos incluso a la enfermedad. Entre las imágenes de mujeres altamente sexualizadas, la mayoría pasivas y postradas, había adolescentes atrayendo con sus ojos llenos de picardía al espectador voyeur en que nos convertíamos, o esquilmadas sifilíticas que nos miraban temiendo que nos ofreciéramos como próximo cliente.

Quienes observábamos la exposición desde la consciencia de la mirada construida nos sentíamos profundamente incómodas, puesto que nos identificábamos no con quien mira, sino con quien debe mostrarse, cayendo en una dislocación perturbadora pero plena de consciencia. Sin embargo, en las trescientas encuestas que recogimos del público observamos que la palabra que más se utilizaba para describir la exposición era “belleza”. Excepto contadas visitantes, el público se llevaba a casa que la misoginia que pretendía denunciar el texto de introducción era en realidad una oda al erotismo intrínseco de la mujer postrada (de nuevo en singular).

Lorenzo Coullaut Valera, La Anunciación, 1901. Escayola, 123 x 65 cm. Museo del Prado.

La posición del voyeur masculino que se apropia del cuerpo de la mujer como objeto de placer está totalmente interiorizada en la mayor parte del público, y la lógica curatorial del museo no solo no la anula, sino que la refuerza: basta conocer un poco la historia de esta institución para entender que su objetivo fundacional era construir una forma de mirar al mundo basada en la lógica colonial y patriarcal. Hemos aprendido que al museo vamos a ver belleza, y aunque nos muestre a mujeres enfermas, humilladas o esclavizadas (hablo literalmente: hay varias obras de venta de esclavas), seguiremos mirándolas como ejemplos de la belleza decimonónica, puesto que el museo nos ha colocado, una vez más, en la posición del observador invisible que busca el placer masculino. Si salimos contentos de esta exposición, algo estamos haciendo mal.

Para combatir el sexismo y la misoginia, el museo no debe recrear la experiencia del placer visual masculino, sino que tiene que deconstruirla (y para ello, forzosamente, repensarse y reconstruirse), para así permitir articular otras formas de mirar, nuevas, diversas y plurales. En su defecto, realmente nos convertimos en invitadas, como reza el título a la exposición: invitadas a mirar desde la posición masculina del museo. Tal vez podría haberse realizado ese tipo de ejercicio si el Museo del Prado se hubiera afanado en entender cómo miraban aquellas y aquellos artistas de la época que intentaban articular otras miradas; y hablo tanto de hombres como de mujeres porque es evidente que ni las mujeres, por serlo, estamos exentas de ejercer la mirada masculina, ni los hombres, por serlo, son incapaces de eludirla. Pero algunos museos tienden a olvidar que su trabajo no consiste solo en mostrar, sino también en reflexionar sobre cómo se muestra.

Introduce tu comentario

Por favor, introduce tu nombre

Debes introducir tu nombre

Por favor, introduce una dirección de e-mail válida

Debes introducir una dirección de e-mail

Por favor, introduce tu mensaje

MAV Mujeres en las Artes Visuales © 2024 Todos los derechos reservados


Diseñado por ITCHY para m-arte y cultura visual