
DISCULPEN QUE NOS LEVANTEMOS (O NO)
Ana Quiroga
En 1981, la teórica Laura Mulvey publicaba en Framework un extenso y detallado texto en el que se retractaba de ciertos aspectos polémicos vertidos en «Placer visual y cine narrativo», publicado en 1975. Un segundo texto que le valió de escudo ante las numerosas críticas por su visión revisionista de la mirada masculina.
Cuarenta años después, nos preguntamos qué habría sido de Mulvey en el siglo XXI. Quizá el mismo Alfred Hitchcock habría recurrido al enviste transversal de quién cita lo ajeno y goza apropiándoselo. Gracias a la denuncia de Mulvey, no ajena a la polémica (mujeres incluidas), el público comenzó a asimilar que la figura del héroe en masculino singular aburre. Desgasta. Agota. Y, poco a poco, la situación fue mudando de piel. Y así, fue como pasamos del mononuclear relato clásico de Frank Capra a la policromía de Xavier Dolan. Por el camino, el trabajo de cineastas como Agnès Varda, Chantal Akerman, Jane Campion y un larguísimo etcétera fue ampliando el abanico narrativo. Cuestionando al genio, denunciando al productor y replanteando las normas del juego.
Y es que el cine, como cualquier otra disciplina artística, se nutre del debate. No hay evolución sin revolución. A la negativa de ampliar el derecho a voto, las sufragistas respondieron con huelgas de hambre y actos iconoclásticos. Acciones que algunos juzgaron como excesivas pero que, cien años más tarde, parecen haber dado sus frutos. Quizá el gesto tosco de Mary Richardson al apuñalar la Venus de Velázquez en 1914 no haya tenido mucho que ver, pero lo cierto es que, bien mirado, resulta hasta bello. La belleza que reside en el pliegue, en lo abrupto. La que reclama en el trazo grotesco de Francis Bacon o de Paula Becker. La misma que rechazan gran parte de los autores que recoge Invitadas.
El Prado nos lo había prometido. Lo abrupto, lo real. Por una vez. El guiño de Bonheur hacía ascuas nuestro deseo y creíamos que lo habíamos hecho. Nos habían escuchado. Y entonces, se desvela el juego y la mirada te devuelve un catálogo plagado de mujeres fatales y dolce far niente (Erika Bornay, siempre).
Es ahí donde nace la llaga. En la impostura. El Prado podría haber hecho esa misma exposición titulándola, pongamos por caso, «El XIX, el canon y la burguesía». Y probablemente, habría conseguido algún que otro vítor, al incluir a mujeres en ese juego dialéctico de lo previsto.
En lugar de lo descriptivo, El Prado opta por la medalla de turno: Invitadas. Os cedemos el paso. Nos apropiamos de vuestra lucha, colonizamos vuestro grito.
El gesto de El Prado duele. Por lo apropiacionista de la institución pero también por la camaradería de la retaguardia. Mientras algunas no dábamos crédito a la desfachatez de un título que «invita» a seguir apostando por el canon, otras alababan al museo por encima de nuestras posibilidades. Que si por fin nos «incluyen». Que si ha sido un acierto plantear un catálogo con menos de un 40% de mujeres porque hay que ser coherentes con la época. Y es que si algo sabe toda doña que se precie es que en el siglo XIX no había mujeres empoderadas. Qué va. Igual los comisarios deberían de echar un vistazo de vez en cuando a Cristina Domenech y su Señoras que se empotraron hace mucho.
Ante lo impasible de la crítica española, M-Arte y Cultura Visual devenía la Mary Richardson fatal. Cómo se os ocurre. Por aquello de no pasar desapercibida, una servidora se sumaba a través de «Usted primero». Un par de tweets más tarde, la tragicomedia ya estaba servida. La directiva de El Prado se jactaba de su gesta mientras nos miraba esquiva. Nosotras, intentando defender la madriguera, evitábamos el gesto. Pero ya era demasiado tarde y, a ojos de las redes, nos habíamos convertido en la Pandora de la gestión cultural.
Cuando le hieren a una, lo más primario es el grito. Y es lícito. Pero cuando se generaliza y sobrepasa, ese aullido seco se pierde y ya solo enturbia. En estos días donde el ruido campa a sus anchas, una debe replantearse el gesto y abrazar la autocrítica. Revisar la gesta y observar el fallo. ¿Fue acertada la denuncia, directa y punzante, a la campaña de El Prado? A nuestro juicio, sí. Pero a la vista de los comentarios de compañeras y seguidoras, algo ha fallado. Y es nuestro deber indagar en ello.
¿Es lícito poner en tela de juicio a una institución nacional, cuestionar sus modos? Las propias Guerrilla Girls, tan alabadas por algunos de los principales medios de este país y a las que tuve el gusto de entrevistar en su momento, advertían que ellas mismas tomarían la iniciativa si El Prado seguía sin tener en cuenta la creación en femenino plural. Ahora bien, el modo aquí también es determinante. Y no es lo mismo el gesto directo que lo desvirtuado de lo vicario. Un adjetivo levemente envalentonado puede resultar terrible, no por su valor semántico, sino por la interpretación que lo difumina.
Quizá el tono no fue correcto. Quizá resultó desmesurado, excesivo. Pudimos haber sido más leves, más asertivas. Mientras entono este mea culpa, mi reflejo me devuelve la respuesta: tu disculpa es jodidamente femenina. Sentir que traspasas lo posible en cada adverbio premeditado. Eso es la marca del género. Proyectarse en el propio cuerpo, agachando la cabeza y jurando no volver a hacerlo. Una experiencia introspectiva que ciertos caballeros no experimentarán jamás por su bien asumido privilegio.
Ser excesiva no encaja. Asusta. Me pregunto qué dirían nuestras compañeras si la denuncia a Invitadas se hubiese proclamado en masculino. Quizá (ojalá) me equivoque, pero siento que no hubiera sido lo mismo. Probablemente se habrían cuestionado con mayor facilidad el rol institucional. Pero el grito disentido emana de nosotras. Las del margen. Y algo no encaja. Suena a quejido premenstrual, histérico, disfuncional, errático. Erráticas.
En pleno siglo XXI, cuestionar debería ser la norma. Es cierto que en este país estamos mal acostumbradas. Arrastramos un tardofranquismo alquitranado que no lleva bien la disidencia. En los años ochenta, Francia había asumido el mayo del 68 y las reformas culturales realizadas por Jacques Duhamel a principios de los setenta comenzaban a consolidarse. Se apostaba por una cultura transversal, profundamente pedagógica, social, dinámica. Mientras tanto, España estaba instalada en el umbralismo más rancio, que volvía lícito el acoso y hacía del destape un giro moderno de lo más burdo.
Instalarse en el quejido ibérico y seguir la estela de Goya solo adquiere un mérito sentido si se hace desde la revisión del privilegio. El desplazamiento que sentimos de la cultura hegemónica es el mismo que experimentaban las compañeras gitanas con Carmen y Lola. Un filme supuestamente hecho para las gitanas sin las gitanas. Que tira del estereotipo maltrecho con la misma cadencia que la polémica exposición. En esa ocasión, muchas payas escondimos la mirada. Pienso también en las compañeras trans, a las que muchas ofendían en la pasada escuela de verano feminista. Ridiculizadas como meras digresiones estéticas. Reduciendo lo «queer» a un fetiche.
Quizá, en lugar de gastar esfuerzos en suavizar el discurso contra los de arriba, deberíamos invertirlos en revisar nuestra relación con las de abajo. Asumir el privilegio y hacernos a un lado. Escuchar, apoyar y estar. Exactamente lo mismo que exigimos a los directivos de El Prado y a tantas otras instituciones. Ahora que lo experimentamos en carne propia, no caigamos en el mismo error. Revisarse es la única salida. Cuidémonos, apoyémonos. Que vienen tiempos crudos.