CATACLISMO

CUANDO LA PINTURA ES PINTURA Y NADA MÁS

CUANDO LA PINTURA ES PINTURA Y NADA MÁS.
LAS VOCES DE VIVIAN SUTER
Menene Gras Balaguer

Este enunciado puede parecer tramposo, en la medida en que la pintura como una forma cualquiera de habla siempre es algo más que aquello que dice o finge decir, por tratarse de una expresión significante y llena, por frágil o ligera que sea, con independencia de su espesor, y que hace referencia a sus orígenes, a ese antes de aparecer y llegar a ser. La actual exposición de la obra de Vivian Suter (Buenos Aires, 1949) en el Palacio de Velázquez (25/06/2021-02/05/2022) ha supuesto en cierta manera una nueva puesta en valor de las capacidades de la pintura para significar, una pintura de resistencia, libre y vital. Como si existiera ajena a los cambios de la era digital. Aunque más bien deba entenderse como una pintura amplificada o expandida que se nutre de la información que devoramos a diario, a través de las imágenes que nos llegan de numerosas fuentes y que transforman el imaginario colectivo y nos transforman, sin que nos demos cuenta. La presente exposición demuestra que el rescate de la pintura es posible y que hace falta reabrir sin temor el debate acerca de su supervivencia comparando los procesos de producción de la imagen pictórica y de la imagen digital. A la complejidad y sincretismo de la primera tras el abandono de los géneros clásicos, naturaleza muerta, paisaje y retrato, se une la invasión de la imagen digital que producimos con un simple click en cualquier dispositivo móvil a nuestro alcance.

La pintura de Vivian Suter se reivindica como habla que perdura y cuyas propuestas no deben claudicar. Lo primero que se pone de relieve es la ausencia de miedo y la libertad que exhibe deliberadamente su autora, tan salvaje como su pintura, tan personal y tan potente como aquello que muestra. Una pintura pintura, no se me ocurre otra palabra mejor para definirla, que llueve torrencialmente sobre telas de gran formato, que se integra en el entorno de esa gran reserva natural donde se produce y que parece vivir y morir como los árboles más altos de la tierra, los monos araña, los caimanes, los jaguares, las serpientes, los cocodrilos, las ranas, los sapos, las hormigas, las mariposas, todas las especies de aves y tortugas de la selva amazónica donde ella fijó su residencia y donde ha construido la cabaña donde pinta todos los días desde el amanecer. En las más de quinientas pinturas que se han reunido en esta exposición, el denominador común es el desbordamiento de límites y formatos, y el hecho de ceñirse prácticamente a la gestualidad casi automática de su autora, para la transmisión de emociones inmediatas, en estado puro o análogas, evitando las interferencias.

Recientemente, desde la inauguración de la exposición se ha hablado mucho de Vivian Suter, pero me he querido convencer de que siempre queda algo por decir y es con esta idea que me he puesto a escribir sobre esta casi desconocida para nosotros y no tan desconocida en la escena internacional del arte, que no obstante ha llegado lejos con el apoyo de comisarios y críticos como Jean-Christophe Amman y sobre todo Adam Szymczyk, que circunstancialmente la pudo presentar primero en la Kunsthalle de Basilea que dirigió entre 2003 y 2014, y después en la 14 Documenta que se celebró en Kassel y Atenas en 2017, y de la que fue su director artístico. Desde entonces, ha expuesto en The Power Plant de Toronto, El Art Institute de Chicago y la Tate Liverpool, además de recibir el pasado septiembre el Prix Meret Openheim 2021, que se concede anualmente en Basilea. Suter ha visitado España con motivo de su primera exposición en Madrid, la mayor que ha hecho hasta ahora en ninguna otra parte del mundo, para intervenir directamente en el montaje adecuándolo al espacio expositivo del Palacio de Velázquez. Así que ha podido controlar de primera mano la disposición y colocación de sus lienzos en la nave central y las dos laterales del palacio, sin encontrar oposición a sus preferencias. La instalación de su obra se puede entender de algún modo como una réplica del estudio donde se refugia rodeada de las pinturas antiguas o recién terminadas, para reiniciar su trabajo cada día como si el pasado no existiera. La selva donde vive contamina su percepción del color y la intensidad que sus variaciones pueden adoptar, como si se tratara de un vocabulario sin reglas ni normas fijas, ni restricciones de ninguna clase. Así es como el visitante que va a ver la exposición cree acudir al lugar mismo donde la artista ha concebido y procesado el trabajo que se muestra.

El entusiasmo que han provocado masivamente las casi quinientas pinturas reunidas han repercutido en un redescubrimiento intuitivo y un renovado interés por la pintura en general, facilitado por estas formas sin forma, autónomas y con vida propia que nos ha sido dado contemplar. Su materialidad aparentemente líquida se desliza sobre sus telas de gran formato creando paisajes imaginarios cuyo cromatismo deriva de la luz natural en el viaje que hace desde el amanecer hasta que oscurece. Justo cuando la pintura era sospechosa de anacronismo y sin futuro en las prácticas artísticas más comunes en la actualidad, y que por consiguiente debía ser excluida ante el peso de las nuevas tecnologías y la digitalización acelerada de la sociedad de la información. Pero, dar visibilidad al trabajo silencioso de Vivian Suter es la prueba de una nueva puesta en valor de prácticas pictóricas desplazadas o sin un claro lugar en el sistema del arte, desde el cual investigar y aprovechar su potencialidad. Los bosques nubosos que rodean su residencia se perciben en estas pinturas abstractas que permiten identificar lo que el geógrafo orientalista Augustin Berque denomina el sentimiento paisaje y que la artista consigue transmitir con su pintura. Sentimiento que pone en relación al sujeto y el espacio tiempo representado en la naturaleza y sus figuras. Las emociones que éste experimenta en contacto con el medio natural son las que revelan cómo el individuo se constituye a sí mismo. Y es en la contemplación de estas pinturas donde podemos identificarnos con la artista y con aquello que pinta, porque en la acción de pintar sin representar nada más que aquello que ella siente sin interferencias es donde encuentra la verdad, su verdad.

La geografía de la artista desde que se instaló en Panahachel, tras pasar por Los Angeles y México, es un lago rodeado de volcanes y de una selva tropical invasiva más intensa al norte de Guatemala que en la parte central más occidental del país donde ella reside. Es el lago Atitlán de 130 Km2, el más grande de Guatemala, situado en un cráter volcánico, lleno de patos silvestres y algunas de las más de mil especies de peces que abundan en las costas del país. Allí está Panahachel, un pueblo colgado en una ladera de las montañas de las orillas, donde se encuentran los volcanes de San Pedro, Tolimán y Atitlán. Suter vive allí desde 1982 tras pasar diez años en Basilea y regresar a América en busca de un sitio donde dedicarse a pintar sin interrupciones, Al menos es lo que parece al escoger este destino, que hasta ahora no ha cambiado por ningún otro lugar, dejándose llevar por el deseo irresistible de pintar.

La casuística de su pintura tiene que ver con las grandes decisiones al igual que con las más pequeñas o más anecdóticas. La vida de la pintura se constituye simultáneamente al modo en que ella se constituye a sí misma, respirando el aire húmedo y las lluvias tropicales. De ahí que la suya sea una pintura explosiva comparable a un volcán que abre y cierra bocas escupiendo sus coladas de color que abrasan las faldas de los lienzos sobre los que se derraman. Pintura volcánica que parece hacerse sola, virtuosamente, como si no hubiera nadie detrás, fijándose sobre las superficies blancas, que luego quedan expuestas a la intemperie recibiendo la lluvia o impregnándose de barro y pinaza o insectos que se pegan encima. Yo he estado en la selva de Guatemala y he visto las setas gigantes de los cuentos, los árboles de troncos frágiles que nunca se rompen a pesar de su altura, por los que trepan los monos que hablan o se pelean a gritos saltando entre las copas. El guía ponía el nombre a las serpientes más venenosas, a los cocodrilos imperturbables, los jaguares y otros anfibios, reptiles y mamíferos característicos de la mega biodiversidad de la región. Recuerdo el calor húmedo, las picaduras de insectos invisibles durante las noches más oscuras y más estrelladas, y el rocío al amanecer, aspirando el aire bajo un cielo nublado. Fui en dos ocasiones y recuerdo algunos pasajes que me sorprendieron especialmente, imágenes de un reino habitado que no se deja ocupar, y los sonidos persistentes de una fauna autóctona bajo los techos verdes que forman las hojas de los árboles sin dejar apenas traspasar esos cielos compactos e inmóviles tan típicos de reservas naturales como esta.

La belleza natural encuentra un espejo en su obra y no admite transiciones hacia otros estados de la belleza, en la medida en que la artista no copia, ni representa lo que ve, sino sólo aquello que encuentra dentro de sí al contemplarla. Es una pintura vibrante que se materializa sensiblemente a partir del eco continuo que el lugar deja en su memoria. La artista pinta las huellas y las sombras que encuentra así en su mundo interior, donde no hay espacio para las definiciones ni para los modelos. No copia. El suyo es un monólogo sonoro, que el color actualiza sin cesar adoptando mil formas. Evasivo como ella, este rechaza cualquier predeterminación para ser sólo voz que habla en total libertad elaborando intuitivamente el poema. Cada pintura es comparable a un ejercicio de escritura que arranca de una predisposición del sujeto que la pone en práctica en defensa de una libertad que ignora el canon o que no se detiene ante ninguna convención o prohibición. La pintura cobra así un poder abismal que acaba secuestrándola también a ella, que se deja poseer sin oponer resistencia.

Un trabajo dominado por la soledad y la búsqueda interior concluye Javier Payeras en el texto que ha escrito para el catálogo de la exposición refiriéndose a estas pinturas tan solitarias también, aunque realizadas en un desierto poblado de extraños insectos, monos curiosos y toda clase de árboles y matorrales como aquel en el que habita Vivian Suter. Es ese lugar al que llegó tras varios desplazamientos que la llevaron al continente africano o a viajar por Asia visitando países que ella localiza en su itinerario vital. Todo eso se incorpora con los años en la vida de las personas antes de ser árbol como ella, a la que imagino extendiendo sus raíces por debajo de la tierra para abrigar a sus muertos, en particular a su madre que fue pintora como ella y vivió en esa misma casa hasta el final de su vida. Un hogar donde también creció su hijo y donde ha desarrollado su trabajo al margen del sistema del arte y del mercado. Payeras ha tenido el privilegio de conocerla personalmente, tras ir a su encuentro y visitarla en su casa de Panahachel, donde ella sólo fue para pasar unos días en 1983 y lleva más de cuarenta años sin moverse de allí. Imposible competir con su testimonio y sus vivencias del lugar, el contacto directo con la artista y su obra, las conversaciones mantenidas con ella, la transcripción del relato que ella hace al recién llegado, todo esto le permite a Payeras transmitir una información de primera mano.  Con él accedemos a unos antecedentes que resultan imprescindibles para abordar estas pinturas acumuladas en el estudio que han soportado todas las inclemencias del tiempo. Tierra negra, cerro de piedra y nudo de caminos es lo que este narrador ve desde la casa de Suter, con las paredes del estudio abarrotadas de fotografías, los lienzos colgando o tapizando el suelo, entre libros encima de un escritorio, mientras las ramas de los árboles chocan contra los cristales de las ventanas. Y sólo puedo citarle a él citando a su vez las palabras de Suter diciendo la vida nos pone en el lugar donde podemos aprender a aprender. Ella nunca termina sus pinturas, dejando que la naturaleza intervenga para que el viento las roce y la lluvia y el fango o las hojas secas y las semillas se dispersen encima de las superficies manchadas de color, aunque muy suaves, pero sin perder la fuerza ni el impacto visual que son capaces de producir.

¿Usté busca a la pintora? Siga recto hasta ese portón y toque el timbre. No pudiendo localizar su casa, Payeras repite lo que le dice un transeúnte en Panahachel al pedir ayuda para orientarse y encontrar a la persona que busca. La volverá a visitar en otra ocasión antes de ponerse a escribir el mencionado texto. Su envolvente narración es una invitación a la contemplación y una propuesta para entender que a la pintura aún le queda mucho recorrido, porque se alimenta de muchos lenguajes y su carácter procesual exige esa creatividad de la que carece la imagen digital, cuya instantaneidad en su afirmación es la misma para su negación, existiendo y dejando de existir casi simultáneamente. La pintura de Suter se opone a las clasificaciones convencionales de géneros y tendencias, y se deja llevar por el deseo de ser, de hablar, de narrar y no narrar, multiplicándose sin límites ni barreras con ayuda de su deconstrucción silenciosa. Tal vez porque cree que el infinito sólo se puede representar con esta promiscuidad inocente, aunque no menos deliberada con la que trata de pensar la pintura para sí misma y por sí misma. ¿De dónde sino procede la fascinación que sus imágenes ejercen sobre la mayoría de quienes tienen y han tenido acceso a ellas?

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