CATACLISMO

La madre que te parió

La creación del hombre (Natalie Lennard, 2017).

LA MADRE QUE TE PARIÓ
Ana Quiroga

En su obra Calibán y la Bruja, la escritora Silvia Federici plantea una premisa decisiva: la colonización definitiva del cuerpo de las mujeres se hizo a través de su útero. A partir del siglo XVI, el inicio de la quema de brujas sirvió al patriarcado para firmar el castigo decisivo: el único valor de la mujer era ser progenitora. Ser madre y reproductora. Reproducir un rol, el de amantísima esposa y madre abnegada.  El pecado de Eva renacía a través de la quema de brujas. Y las disidentes eran masacradas y violadas en Abya Yala. El marco perfecto.

Si bien el relato de la maternidad obligatoria hunde sus raíces en la manzana prohibida, es a partir del siglo XIX cuando la boda entre capitalismo y religión tiene lugar, tal y como recuerdan Michel Foucault y Pamela Palenciano. En un evento sin igual, Estado, capital e Iglesia se fusionan y producen la familia perfecta: hijo, madre y padre. Sin más. Dejad a abuelas, tías y demás matriarcas a un lado. Aquí lo que interesa es que esté todo claro. El padre obrero y la madre pariendo. El padre, fuerza productiva de trabajo. La madre, fuerza reproductiva de capital humano. 

Un par de años después, la cosa en Europa comienza a relajarse y llegan los cuir. Que si Josephine Baker saboreando los géneros y desafiando con el gesto, que si Maruja Mallo travistiéndose para escuchar cantos gregorianos. Por no hablar de Greta Garbo y de todas las sáficas de los clubs de costura. O las germanas, germanos y germanes, saboreando pieles en el Berlín de los años veinte. Maldites sean elles.

Claro, había que hacer algo para arreglar todo ese desmadre. Por suerte, Adolfo, Benito y Francisco tenían ya un plan. Ir a poquitos, metiendo caña a eso de la libertad. Así que Franco se puso las botas y les dijo: no preocuparse que yo ya tengo una plan. Los asesinamos y, si queda alguien, reconstruimos el relato para que lo olviden todo.

El caso, Franco triunfó y mató. A las supervivientes no les quedó otra que quedarse con la pata quebrada. Rapadas. Violadas. Ignoradas. Suerte tenías si eras curandera y matrona. Ahí te dejaban en paz aunque tu marido fuese rojo. Todo por el interés, cariño, que la España rural estaba muy mal de médicos y necesitamos criaturas. Muchas criaturas. Para domarlas y que sean fieros trabajadores esclavizados como papá o dóciles princesitas pasivas como mamá. Si no les encaja ni lo uno ni lo otro, les decimos que son unos vagos y maleantes y que se den con un canto en los dientes si no los fusilamos. 

Pero todo discurso tenía que ser sostenido por un eslogan. En plenos años cincuenta, con la publicidad y la sociedad de la imagen asomando por la ventana, Franco lo tuvo claro: virgencita, virgencita, que me quede como estoy. Y fue así como la Virgen María pasó a ser la influencer definitiva de la época. Lo bueno de la Virgen María es que lo era todo: Reina, Madre, santa.

Ay mamá, el himno no molesto de la era Instagram. Una aproximación desde el arte y la memoria.
Sin flores a María (Charo Corrales, 2019).

La Madre, según Franco, poco tenía que ver con cómo la había configurado en sus tiempos la rebelde sin causa de Santa Teresa de Jesús. Era un madre sin poderes, vaya. Pero aún así, había que alabarla. Así que venga, dadle a la máquina de propaganda. Ensalza lo de buena cocinera (algo así como que «tienes siempre caldo en la nevera» puede quedar divino, Pilar, apunta eso ahí para la Sección Femenina). Di que siempre ha de cuidar (algo tipo «amarraste bien tu cuerpo a mi cabeza, con miedo pero con fortaleza»). Y para las hijas, grava a fuego algo que les lleve a repetir el modelo y a no saltarse las normas… ¿Qué puede ser? ¡Ah! ¡Ya lo tengo! Di algo así como «perdóname antes de empezar, soy engreída y lo sabes bien». Qué maravilla, Pilar. Qué auténtica maravilla. Oye, y si le haces un himno y lo titulas «Ay, mamá»? Ah, que eso las rojas no se lo van a creer….

Cincuenta años más tarde, y con el cadáver del Dictador expropiado, las jóvenes intentamos resurgir de las cenizas. Sin memoria. Sin historia. A golpe de Instagram. Y es así como un día, a la buena de Paula se le ocurre un himno a la madre. Un himno bello pero cauto. Un himno desde el miedo y sin dolor. Como nos han acostumbrado desde pequeñas. Con una teta gigante, pero sin depresión postparto. Sin puntos de sutura. 

El resultado, una propuesta fresca pero inocua. Útil para ambos bandos. Las unas reivindicarán aquello de sacarse la teta como en Delacroix. Los otros, el valor de la madre que no aborta. Otres, les que estamos en el medio de la narrativa, miramos impávides tanto desparpajo y no entendemos nada. Trans, no binaries, hombres y mujeres que fluyen en su género. Solo sabemos que hay mujeres que no sangran y hombres que paren. 

Pensándonos exageradas, muchas de nosotras tiramos de hemerotecas y vemos que la veneración de la madre abnegada siempre ha estado de moda. Perdón, siempre, antes de los años ochenta. Algunas acusan a las feministas de los setenta haber negado la maternidad, otras afirman orgullosas que cada una puede hacer lo que quiera y que «Ay, mamá» nos representa a todas.

Lo cierto es que el traje velado con el que Paula, la intérprete, entra al escenario, recuerda duramente a la estética franquista. Si bien Laura Treviño toma ese instante como una alegoría de la caverna, yo me inclino más por un juego plástico e inofensivo que juega con el recuerdo utópico de quiénes fuimos. Aunque apela a Delacroix, en ningún momento vemos sobre el escenario atisbos de fiereza, como sí desprendían las mujeres que tomaron la Bastilla para defender a sus hijos. Las hachas y las piedras han sido sustituidas por el humo. ¿Coincidencia? no lo creo. 

El gran hito de la propuesta es, según los fans y seguidores, denunciar la censura del pezón y de la teta en redes sociales. Una realidad que desde este medio hemos experimentado en primera persona. Ahora bien, ¿era necesario para ello traer del pasado esa estela maternal, donde el parto no duele y la entrega suple toda posible depresión postparto?

¿Es, entonces, la propuesta de Rigoberta Bandini un himno feminista? No lo sabemos. Nunca lo sabremos porque nos han robado lo más preciado: la memoria. La posibilidad de llorar a nuestros muertos. El dolor como experiencia última y principio artística. Sin llaga, no hay arte.

Un fragmento de la actuación de Rigoberta Bandini.

Conectando con el artículo de «Arte, feminismo y maternidad», que Mónica Alonso publicaba hace un tiempo en nuestra revista, no puedo dejar de pensar en lo decisivo que resulta pensarnos a través de la carne. Ahondar y construir una memoria propia. Tejer las redes de una «herstoria» feminista que haga justicia a quiénes fuimos. 

Tal y como recoge Mónica en su artículo, a la mujer en el arte parecen superponérsele dos posibilidades: renunciar a crear vida y crear arte o crear vida para crear arte. La negación o el diálogo. Dentro de los códigos masculinos, muchas como Marina Abramovic asumen la performance como creación última de su cuerpo. Otras se oponen a ese derrotismo y apuestan por conectar arte y cuerpo. Mónica nos habla de Louise Bourgeois y yo recuerdo a mi queridísima Niki de Saint Phalle. Con esas nanas «gordas, gordas, muy muy gordas» que estallan el arquetipo patriarcal. Nanas que eran vida, como también lo fue la hija de Niki. 

Lo que más me choca del proyecto de Rigoberta Bandini es esa ausencia de memoria. Al instalarse en el presente, «Ay, mamá» se limita a entremezclar los cantos más agrios con el vigoroso «sacando un pecho fuera al puro estilo Delacroix». Caldo abnegado y pecho asalvajado. Todo a la vez, todo instantáneo. Todo fugaz.

No puedo dejar de pensar en la otra gran propuesta de la noche: Terra, de Tanxugueiras. Un canto a las lenguas coficiales que «vienen para quedarse». Un homenaje a todas esas mujeres que Franco mutiló y asesinó. Mujeres silenciadas y ridiculizadas. Mujeres que, frente al polietileno de las redes sociales, eran puro fuego. Su fuerza lograba en ocasiones romper los mandatos y actuar desde una suerte de anarquismo selvático. Quizá más próximas a la crudeza de la pintora Paula Rego, donde el trazo araña el lienzo. Donde el aborto incómodo se superpone a la maternidad impuesta.

«Tríptico del aborto» (Paula Rego, 1998).

Y no. No lo pienso decir. No es culpa tuya ni de nadie que, a mi parecer, «Ay, mamá» caiga en el arquetipo de la mujer ángel que tanto hemos luchado por superar. Ya hemos aguantado demasiada culpa, carajo. Nacidas en los 90. Sin referentes y con el miedo heredado. Simplemente me gustaría que reflexionases. Que dejases por un segundo que el dolor te atravesase. Esos cólicos menstruales. Esa dejadez de los médicos. Tómate un ibuprofeno y para casa. Esa presión para quedarte embarazada. Y luego, el paternalismo de los médicos.

Y aquí no te hablo desde mi experiencia, sino desde la de mis amigas. Placentas infectadas, teléfonos no contestados y un despotismo que te hunde en la culpa. La culpa. Mi culpa. Mi grandísima culpa. Que si estoy siendo una buena madre. Que si debería de dar más teta. Que si menos. Que si cómo se te ocurre ser madre soltera. 

En mi caso, que fluyo entre géneros e identidades, hija de una madre que lo único que tenía en la nevera eran libros feministas, el «Ay, mamá» resuena hasta hacer llaga. Se te pasa el arroz. Desviada. Mientras esquivo los cuchillos como Abramovic, me hundo en la tierra como Ana Mendieta y busco el vientre materno que jamás tendré entre las arañas de Bourgeois. Un camino eterno con un único fin: crear, crearme. Crearnos. Hasta renacer de las cenizas. 

Sudando sangre (Ana Mendieta, 1973).

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