Marta Minujín, El Partenón de los libros prohibidos, 2017. Documenta 14 de Kassel
CENSURAS
Marta Mantecón
“Toda mujer ha conocido el tormento de la llegada a la palabra oral, el corazón que late hasta estallar, a veces la caída en la pérdida del lenguaje, el suelo que falla bajo los pies, la lengua que se escapa; para la mujer, hablar en público –diría incluso que el mero hecho de abrir la boca– es una temeridad, una transgresión”. La cita pertenece a Hélène Cixous. Posiblemente, muchas de nosotras nos hemos sentido reflejadas en ella alguna vez.
El silencio ha sido siempre el mejor aliado de los regímenes represores. Tomar la palabra y agenciarnos nuestra propia voz en el espacio público ha sido una de nuestras conquistas más valiosas.
A finales de los noventa la artista iraní Shirin Neshat realizaba Turbulent, una videoinstalación en dos pantallas opuestas que le valió el Premio Internacional de la Bienal de Venecia de 1999. En la primera, un hombre con camisa blanca entona una canción popular frente a una audiencia llena de hombres vestidos con la misma indumentaria. En la segunda, una mujer de negro da la espalda a la cámara y espera su turno. Cuando llega el momento se gira y comienza a cantar. Los sonidos que emite, profundamente expresivos y sin articular, remiten a una tradición oral que se transforma en un canto de resistencia, pero la sala está vacía. Nadie la escucha.
Shirin Neshat, Turbulent, 1998
Las relaciones entre arte y poder han estado invariablemente mediadas por la censura, un aparato disciplinario que posee una historia tan extensa como la de nuestra especie, siempre con los mismos umbrales, desde la Inquisición a la Caza de Brujas pasando por el Concilio de Trento, el nazismo (y demás gobiernos totalitarios), hasta la expansión de las políticas neoconservadoras de finales del siglo pasado y su prolongación en las políticas neoliberales del presente. Las restricciones en las redes sociales son solo la punta del iceberg. La autocensura también.
En los contextos supuestamente democráticos las violencias que acarrean las distintas formas de censura dibujan un repertorio infinito: el veto hacia la representación de determinadas partes del cuerpo de las mujeres (siempre que la imagen en cuestión no esté arropada por algún estereotipo), proyectos cancelados, contenidos prohibidos, trabas burocráticas, recortes y asfixia económica. La precarización es una de las modalidades de censura más peligrosas, pues imposibilita trabajar bajo unas mínimas condiciones de dignidad.
Juana Francés, Silencio, 1953
Desde el pasado 28 de mayo de 2023, los nuevos gobiernos de ultraderecha han comenzado a censurar abiertamente diferentes propuestas culturales debido a su animadversión hacia cualquier expresión que provenga de colectivos LGTBIQ+ y/o feministas. Dos ejemplos recientes han sido el veto a la puesta en escena de Orlando de Virgina Woolf en Valdemorillo (Madrid) o la proyección de la película de animación Lightyear de Angus MacLane en Bezana (Cantabria). La eliminación de partidas presupuestarias dedicadas a ciclos, festivales y proyectos culturales relacionados con nuestras demandas no ha hecho más que empezar. Se trata de enmudecernos, borrarnos, excluirnos e invisibilizarnos imponiéndonos de nuevo el silencio. La reacción por parte de diferentes sectores de la cultura no se ha hecho esperar y se van sucediendo acciones de respuesta en el espacio público y comunicados en defensa la libertad de expresión y creación, dos derechos irrenunciables reconocidos por la Constitución (artículo 20).
Se avecinan tiempos difíciles para la cultura y para las mujeres en particular, pues a las épocas de avances –las feministas lo sabemos bien– le suelen suceder periodos de importantes retrocesos y corremos un serio peligro de censura y tutela por parte de algunos organismos públicos, lo que posee una gravedad extrema, pues partimos de la base de que las instituciones somos nosotrxs. ¿Cómo defendernos de ellas entonces?
La historia de la censura pone los pelos de punta, pero también puede llegar a dar la risa. Véase, por poner un caso, la intervención del congresista republicano Robert K. Dornan –a partir del segundo 42 del vídeo– en la Cámara de Representantes del Gobierno de Estados Unidos, a propósito del insólito debate sobre la instalación de “The Dinner Party” (1979) de Judy Chicago. Hoy resulta cómico escuchar semejantes sandeces, pero lo cierto es que no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Ya lo dijo Ondina en uno de sus cuplés más conocidos*: “Yo no digo nada malo / ni siquiera algo atrevido / lo que ocurre es que la gente / anda muy mal del oído”.
Quien censura, se retrata.
* La censura
Yo quisiera que el que escucha
jamás viera en mis canciones
ni una sola picardía
ni segundas intenciones.
Porque todo cuanto digo
nada tiene de inmoral,
lo que pasa es que la gente
se lo toma todo mal.
Y después yo sola pago
muchas multas y disgustos,
cuando yo lo que deseo
es el dar a todos gusto.
Y que me perdonen
los de la censura,
pues sé que conmigo
la tienen muy dura.
Yo no digo nada malo
ni siquiera algo atrevido
lo que ocurre es que la gente
anda muy mal del oído.
Y me cambia el consonante
de una forma tan brutal
que cualquier cosa que digo
siempre resulta inmoral.
Ayer mismo porque dije
que mi tía está muy sorda
exclamaron unos cuantos:
yo también la tengo gorda.
Y que me perdonen
los de la censura,
pues sé que conmigo
la tienen muy dura.
Ondina (Los cuplés más eróticos)