SUZANNE VALADON, LA PINTORA EMPODERADA
Mª Ángeles Cabré
Para atreverse a escribir, pintar, esculpir, hace falta tener la autoestima alta. El caso de la francesa Suzanne Valadon (1865-1938), nacida Marie-Clémentine, es un evidente ascenso hacia el empoderamiento. A base de atrevimiento y esfuerzo, de modelo pasó a ser una pintora talentosa. Imaginamos que el camino no fue fácil, pues a finales del siglo XIX pocos esperaban que las mujeres pintaran, y mucho menos si eran de clase baja, como es el caso -su madre era lavandera-. Vistas hoy, en la retrospectiva que ha organizado el MNAC –en colaboración con el Centre Pompidou-Metz y el Musée d’Art de Nantes-, sus obras demuestran una gran osadía, así como una rotunda personalidad, que las singulariza.
Imaginamos a las pintoras impresionistas (Berthe Morison, Mary Cassatt, Eva Gonzalès, Marie Bracquemond…) jugando a la discreción, intentando encajar en el molde y midiendo con prudencia sus pinceladas. Lo contrario a lo que hizo Valdon a principios del siglo XX, cosa que la convierte en pionera de un nuevo tiempo artístico: el de la radical desobediencia. Si el impresionismo ya fue en sí mismo un desafío, ir más allá debió de ser toda una aventura. Es en esa encrucijada entre dos tiempos -como señala en el catálogo la directora del Metz- donde desarrolló su carrera pictórica la artista que nos ocupa aquí, “en la bisagra entre dos periodos muy diferentes”. Ciertamente bebió de sus contemporáneos, como era inevitable, pero los desafió con trazos y colores inusuales en estos. Dos rasgos le son propios: los bordes negros silueteando las figuras humanas y la coloración de la piel, donde asoman audazmente el verde y el rojo dotándola de mucha más encarnadura.
Suzanne Valadon entró en contacto con la pintura posando como modelo para artistas célebres de la talla de Renoir y Toulouse-Lautrec. Fue pues como cuerpo que llegó al arte, para luego quedarse como pintora del cuerpo femenino, entre otras cosas. Había empezado muy joven a posar desnuda en el bohemio Montmartre cuajado de creatividad donde recaló con su madre. Tenía apenas quince años y ya la pintaban Degas, Puvis de Chavannes y muchos otros. Ella es la chica que aparece en Baile en la ciudad, de Renoir -estaba embarazada cuando posó para ese óleo- y es también la protagonista de La bebedora, de Toulouse-Lautrec, con los codos apoyados en el velador y el vaso ya casi vacío.
Se convirtió en una solicitada modelo y, aprovechando su condición de testigo privilegiada del secreto de la pintura, afinó su capacidad de observación y empezó a dibujar. Fue Degas quien le animó a seguir su vocación y en sus primeros pasos es fácil advertir la influencia del maestro, quien incluso llegó a coleccionar obras de su aventajada discípula, de quien decía por su fuerte carácter que era “terrible”. Y a pesar del ambiente tan masculinazado, donde las mujeres apenas eran amantes y comparsas, Valadon llegó a convertirse en “alguien” en el París de entreguerras donde reinaron las vanguardias. De dichas corrientes artísticas tomó lo que más le interesaba y desdeñó el resto, creando una marca propia.
Cabe señalar que una de las razones por las que el MNAC ha tenido tanto interés en exponer a esta pintora no siempre valorada es su vinculación con algunos pintores catalanes, en concreto con Rusiñol y Casas, pero sobre todo con otro de los integrantes del grupo de Els Quatre Gats, el barcelonés Miquel Utrillo. En un bonito juego de espejos, algunas obras de estos ambientadas en París se exponen en la muestra, así como también se dedica una sala a su relación con el compositor y pianista Erik Satie. Por lo que respecta a Utrillo, fue su pareja y fruto de su agitada relación nació un hijo, el pintor Maurice Utrillo, que aparece retratado en algunas de las obras más brillantes de la muestra y a quien por cierto el padre tardó en reconocer. Ella misma fue hija de madre soltera. Habría que estudiar hasta qué punto la maternidad solitaria ha afectado a la vida de tantas mujeres, como fue el caso por ejemplo de Maria Montessori, cuya historia acaba de ser llevada al cine por Lea Todorov, quien hace hincapié en ese aspecto.
En la exposición puede verse un desnudo masculino que al parecer fue el primero (El verano o Adán y Eva, 1909), aunque el interés principal de la francesa fue pintar el cuerpo de la mujer. Mejor sería decir de las mujeres, dada la insistencia en retratarlas diversas, con sobrepeso o en posturas poco estéticas, muy alejadas de cualquier canon. Hay naturalidad en Niña mirándose al espejo (1909), poderío en El futuro revelado -también conocido como La echadora de cartas– (1912) y ausencia de pudor en Catherine desnuda estirada sobre una piel de pantera (1923).
Valadon brilló como retratista -sobre todo por encargo- y es en esta faceta que el museo ha querido insistir, dejando de lado sus trabajos paisajísticos y sus naturalezas muertas, de las que se muestran escasos ejemplos. Asimismo, destacan sus autorretratos -que no son demasiados, pero sí muy significativos-. Muestra de su osadía es que había cumplido ya los sesenta y cinco cuando se retrató mirando al frente y con un collar por único atavío (Autorretrato con el pecho desnudo, 1931). Al final del recorrido, a modo de colofón, se nos aparece La habitación azul, un autorretrato que data de 1923 -tiene entonces casi sesenta años- donde una Valadon ya altamente empoderada fuma con descaro recostada sobre floridos textiles como una odalisca moderna o una voluptuosa maja desnuda, desafiante.
Más allá de sus autorretratos, la modelo ya convertida en pintora de algún modo se pintaba siempre a sí misma cuando retrataba a otras, ocupando el lugar de los artistas que la habían retratado a ella. Un viaje a todas luces circular. Incluso Picasso asistió al entierro de esta artista que supo hacerse un hueco y que ahora el MNAC recupera en toda su grandiosidad.
Suzanne Valadon. Una epopeya moderna, MNAC, Barcelona. Hasta el 1 de septiembre de 2024.
https://www.museunacional.cat/es/suzanne-valadon