LA CASA DEL LABERINTO
Menene Gras Balaguer, comisaria del proyecto
La casa del laberinto es un enunciado que indica o supone la existencia de una casa situada en un laberinto, sin especificar de qué casa se trata ni en qué laberinto se ubica. Esta indeterminación potencial es la que introduce el posible acontecer y la construcción de un hecho del lenguaje, cuya representación sensible se produce como apertura al mundo, sin necesidad de que su reconocimiento sea una condición para abordarlo. Los hechos del lenguaje pueden o no corresponderse con una realidad a la que tengamos acceso a través de los sentidos, siendo más importante entender cómo se organizan las palabras y la estructura de la frase y detectar el significado de cada uno de los elementos que entran en relación a través de una combinatoria que propone una existencia nueva cuya percepción pertenece al dominio de la imaginación. La artista, en este caso, se identifica con el hablante, en tanto que sujeto relacional que alumbra un mundo a través del lenguaje –en este alumbrar o dar a luz, se establece la posibilidad de que las unidades portadoras de significado adquieran la capacidad de generar mundos de mayor o menor complejidad que demuestran la relación entre el sujeto del habla y el lenguaje, y cómo este no puede existir sin el primero, que es el que organiza sus elementos para producir la relación entre la palabra y la cosa, mediante el signo lingüístico.
Casa y laberinto al asociarse entre sí mediante un artículo y una proposición en este orden estimulan juntas y por separado en la imaginación una sucesión de imágenes como lo harían otras asociaciones que son características de los haikus japoneses, lluvia y otoño, viento y árbol, noche y nada, agua y pájaro, nube y ocaso. El “como” sin nombrarse es el vínculo invisible que establece la comparación entre términos dispares introduciendo el sentido –como las hojas de té, como las piedras, como la humedad que lo impregna todo, como la muerte y la flor, como el aire, como la nada, como la luna o el cangrejo. El número de posibilidades es infinito, porque la combinatoria a la que puede dar lugar el hablante carece de límite, como se evidencia en esta forma poética y en la poesía en general. Las palabras son como piedras a las que el hablante da vida, al activarlas para comunicarse. A través suyo se convierten en elementos sonoros que llegamos a escuchar como si tuvieran vida propia y a través del oído los relacionamos con todos los demás sentidos.
El proyecto expositivo que ha derivado en la intervención espacial de Noni Lazaga es una propuesta de instalación para un espacio hostil, cuya presencia se impone como sucede en otros muchos centros de arte o museos destinados a la presentación de obra de artistas contemporáneos o a la intervención por parte de aquellos artistas que trabajan preferentemente con el espacio. Para familiarizarse con el lugar, la artista realizó varias visitas con el fin de investigar el espacio y su entorno, haciendo mediciones y calculando distancias entre muros, puertas, ventanas y techos. Entendiendo el desafío que representaba su actuación, optó por una propuesta de intervención que debía transformar este lugar de tránsito, concebido como un “entre” que hace las veces de intercambiador entre la planta baja y la segunda planta, en una construcción conceptual, cuya expresión simbólica fuera lo bastante ambigua para activar narrativas sin condiciones para sus interlocutores o habitantes temporales. La instalación resultante de su ocupación del recinto está precedida de la observación detenida de aquellos puntos invisibles que se relacionan entre sí en cualquier espacio, indicando la multiplicidad direccional de las fuerzas que se pueden registrar como consecuencia, a raíz de su conexión. No era fácil programar una estrategia para intervenir el espacio que se le había adjudicado, pero la artista lo ha resuelto aplicándose la condición de huésped que hace el esfuerzo de adaptarse a un entorno dado. Adecuar y ajustar el dibujo al espacio, haciendo que la línea introduzca la temporalidad en la espacialidad, sin olvidar el impacto visual necesario para que su función se reconozca ha sido la clave de su intervención. La nave híbrida en la que se ha circunscrito su instalación se expone a la mirada efímera del observador que la habita al introducirse en su interior, sin que este logre abstraerse del entorno circundante.
En un espacio de tránsito como el mencionado, la artista decidió dibujar otro espacio, como si se tratara de recuperar los márgenes de este contenedor abierto y sin definición, y transformarlos en un marco específico haciendo las veces de límite para vencer asimetrías y tensiones. Para llegar a suspender el dibujo en el aire, optó por invadir el espacio aéreo o vacío contenido entre las demarcaciones impuestas por muros, escaleras y techos, oponiendo resistencia a la fuerza de gravedad. Todo empieza en el dibujo y la línea, entendida como la suma de puntos, equivalentes a la unidad indivisible que la forman, en una dirección que tensa las distancias y evita de oficio las curvas. Durante la estancia prolongada que hizo en Japón en la década de los 90 pudo comprobarlo sensiblemente, cuando se inició en la caligrafía japonesa. La analogía entre el dibujo y la caligrafía reside en el hecho de que dibujar y escribir tienen en común el uso de la línea, de manera que las caligrafías china y japonesa interiorizan el dibujo como elemento fundador de la belleza del trazo, los ideogramas en China y los kanji –grafismos que exigen gran precisión y exactitud en el trazo para transmitir lo que pretenden comunicar– en Japón. A esto, cabe añadir los preceptos metafísicos de la cultura tradicional de cada país y la técnica indispensable para su realización. La caligrafía japonesa o Shodo se identifica con el camino de la escritura –la escritura es un camino que avanza en el vacío creando la presencia del habla y dando lugar al sentido– y procede de la caligrafía china con la que comparte sus raíces, que penetró en Japón a través de Corea en el siglo IV. La artista consigue algo que puede parecer tan inverosímil como caligrafiar el espacio, significándolo, tras hacer múltiples mediciones y cálculos entre puntos invisibles, para descubrir conexiones que convierte en puentes de unión que la mirada atraviesa.
Como en anteriores proyectos, el culto a la cultura japonesa reaparece en la intervención de Noni Lazaga en el CEART, demostrando que si bien sus antecedentes son de una complejidad extrema, la experiencia de su estancia en Japón, haciendo el aprendizaje de la lengua, la cultura del papel y de la tinta del que nacieron dos libros, “La Caligrafía japonesa” (Hiperion, 2007) y “Washi. El papel japonés” (Ed. Clan, 2ª ed., 2014), constituye un precedente inédito que no puede obviarse, pese al tiempo transcurrido. La afinidad de la artista con esta cultura se ha filtrado en su obra desde entonces, derivando en conexiones múltiples como las que ella dibuja en el espacio inventando líneas para contener el vacío y decir que “está ahí”, que el vacío es el principio y el fin del mundo sensible. Su propuesta responde a un interés manifiesto por los valores estéticos de una cultura que no considera en las antípodas de occidente, sino que cree posible integrar en su modo de concebir el mundo, debido a los vínculos existentes entre oriente y occidente desde la Antigüedad. De ahí procede también su insistencia en abordar la relación entre arte y lugar, arte y acontecer, como ha venido desarrollando en su obra y en su trayectoria, mediante una poética de la deconstrucción de lo dado que introduce la abstracción geométrica de sus figuras espaciales, como en “To Dream or not to Dream“ (soñar o no soñar, en sustitución del ser o no ser de Hamlet), un proyecto que precede a este y que presentó en la Galería Protea de San Diego (abril-mayo, 2013) y en el Instituto Cervantes de Nueva Delhi (febrero-marzo, 2015), donde la artista adoptaba el espacio a modo de lienzo, y el aire como materia, en tanto que una aplicación más del concepto ampliado de dibujo expandido, que continúa reinterpretando.
No obstante, tal vez sería oportuno hacer referencia más bien a una posible caligrafía expandida en el espacio, a través de la cual la artista escribiría en un idioma de su invención distanciándose de los signos convencionales de cualquier lenguaje al uso. De este modo, la acción se completaría en una especie de circularidad, que en su obra conduciría de la caligrafía al dibujo y de este a la caligrafía de nuevo, cerrando el círculo. Dibujar el espacio sería entonces caligrafiarlo y por lo tanto la acción de dibujar equivaldría a escribir. En ambos casos, se hace camino de la vida a la muerte y a la vida, sin que nunca se pueda poner fin a este andar que se asocia con él. La noción de camino forma parte de la definición del Budismo zen, en la medida en que este es a la vez una concepción de la vida y del cosmos, procedente originariamente de India y China, que a partir del siglo XII arraiga en Japón. Este camino es un “camino de liberación” que reinterpreta el Tao y se identifica con el camino de la iluminación del ser humano para alcanzar el satori, una experiencia mística para occidente a través de la cual se alcanza la vacuidad, que se asume como el principio de todas las formas del ser y de la nada. El Zen extiende su influencia en todos los dominios de la vida cotidiana en Japón, y de ahí que siga siendo tan popular. Fue la religión de los samuráis, promovida por los primeros shogunes, y su popularidad se debe a su presencia en la poesía, la pintura, la caligrafía, la arquitectura, la artesanía, la ceremonia del té, el ikebana, la enseñanza y los monasterios. Pero lo que trasciende es que este camino de liberación sea equivalente al proceso por el cual se adquiere el conocimiento de la realidad del mundo.
La escritura del espacio no necesita para ella un soporte como la hoja de papel, porque puede hacerlo evitándolo, ya que carece de alfabeto y su gesto es comparable al del calígrafo japonés que sí en cambio presta atención a la precisión del trazo y al gesto del signo lingüístico que es de su invención. Sus dibujos son espaciales y transforman cualquier lugar dado en otro que al apropiarse convierte en territorio. Ella dice: “Nada es lo que parece” y la demostración sensible de esta afirmación que nombra el engaño de los sentidos son sus aeroflexias, sus dibujos aéreos y sus arquitecturas elásticas. Formas del aire sin forma que ha creado en el transcurso de su trayectoria y que retoma en este proyecto expositivo como método de trabajo, activándolas de nuevo sin prejuicios, a la hora de enfrentarse con el enorme vacío percibido por ella. Prescindiendo del soporte convencional del dibujo, diseña arquitecturas en un espacio semánticamente ya significado, trazando con el hilo geometrías ingrávidas que el ojo ocupa y habita. Son dibujos que forman hipotéticos planos en el espacio hechos con hilos, como si se tratara a su vez de escrituras que componen jeroglíficos elementales que evocan la fragilidad de construcciones inconclusas. La red de relaciones espaciales generadas entre estas líneas y sus diferentes puntos de apoyo en paredes, techo y suelo ponen en tensión lugares de un lugar que se exponen a lecturas del espacio habitable a través de sus extensiones desafiando los límites convencionales de su aparecer.
El camino es el concepto que estructura la instalación concebida por la artista para intervenir este espacio anodino comparable como se ha dicho a un intercambiador o distribuidor, porque en realidad es una zona de paso de la segunda planta que comunica la planta baja y la tercera planta, y ambas con las oficinas integradas a continuación de este pasillo. Noni Lazaga ha dibujado un camino que llama “pasadizo”, replicando las acepciones del término “camino”, cuya razón de ser es la de conducir de un lugar a otro lugar al transeúnte, aludiendo a la temporalidad del habitar y por lo tanto a la existencia de todos los seres vivos. Este camino se convierte en una construcción geométrica abstracta con los hilos que ella dispone, de manera que el visitante pueda atravesarlos como si se tratara de una prueba, cuya superación equivale a explorar el lugar y aceptar las condiciones para llegar a la casa que se encuentra al final del laberinto. El espacio queda intervenido, planteando interrogantes que no siempre se responden para aquel que decide hacer la travesía, por entender que el recorrido del pasadizo es un “ir a través”, para llegar a otra parte, desde la que se accede al espacio expositivo. Se ha optado por identificar el camino con un laberinto, porque el primero es aquí un espacio trazado simbólicamente que se resiste a ser interpretado como un mero espacio de tránsito. La figura del laberinto se identifica con una red o encrucijada de caminos presente en todas las culturas, y con frecuencia asociado a rituales de iniciación que implican la superación por etapas para alcanzar un centro, en el que se representa epistemológicamente la imagen de una transformación del hombre, y la verdad del ser y del existir.
El círculo hermenéutico que para Heidegger encajaba la reciprocidad entre el comprender y el existir, y entre texto y contexto, identifica el recorrido que conduce a la casa que se alcanza al final del camino, apareciendo ante el sujeto del habla. Es el símbolo de la morada y del habitar, que remite a la idea primigenia del construir, habitar y pensar heideggeriano. Paradójicamente, se identifica con el principio y el origen del ser, el lugar donde se encuentran las raíces del lenguaje; cuando se afirma que el habla es la casa del ser, no se descarta que este es fundante del lenguaje, sino al contrario. El habla es tiempo y por lo tanto existencial, y se identifica con el ser en el mundo o estar ahí. La palabra se revela como la verdad del ser, y este recíprocamente se revela en el lenguaje, que a su vez le realiza. La verdad del ser viene al lenguaje, aparece a través del lenguaje. En “¿Qué es Metafísica?”, apunta: “El pensamiento, sumiso a la voz del Ser, busca la palabra a través de la cual la verdad del Ser viene al lenguaje”. La casa es un símbolo del habitar que se representa en un edificio rectangular, sujeto con dos cuerdas a ambos lados de las paredes adyacentes y cuya inclinación hace sospechar la caída, aunque esta no llegue a producirse nunca.
Es una casa de muñecas que la artista ha conservado desde la infancia: de dos plantas y un terrado, con una puerta de entrada y escaleras que conducen hasta la parte superior, y en cuya fachada se abren las ventanas con y sin cortinas. La ubicación de la casa deja ver los edificios de viviendas de Fuenlabrada que se encuentran en el vecindario del CEART. El juego de duplicidades entre la casa de muñecas y los edificios colindantes extiende el diálogo entre el interior del centro y la avenida principal del municipio de Fuenlabrada, situado en el área metropolitana a 17 km de la capital. No obstante, la casa es el único artefacto figurativo que se reconoce a primera vista y donde la mirada encuentra ayuda para la interpretación de la intervención que ha hecho la artista introduciendo el sentido en un espacio no significado o, por el contrario, significando el vacío en un lugar que se debe definir como un no-lugar. Para llegar hasta la casa, se ha de circular por el laberinto dibujado en el aire, cuyos muros imaginarios insinúan la representación del vacío al que la artista aspira. Un vacío que para reconocerse debe representarse sensiblemente y ella recurre al punto y a la línea como unidad originaria del dibujo, es decir, al grado cero al que este se reduce.
Si se puede hablar de fases de un proceso a través del cual se ha planteado, concebido y ejecutado el proyecto expositivo propiamente dicho es porque la artista ha resuelto su intervención pensando en un itinerario y un recorrido que asume el concepto de umbral y zona de paso: si el acceso al espacio expositivo se inicia al ingresar en el pasadizo, todo conduce a la casa que está al final del camino. El retorno, no obstante, lleva en la dirección opuesta hasta la construcción geométrica hecha con el hilo, de color rojo, que pretende representar una gran habitación con una ventana ciega pintada sobre el muro. El potencial interpretativo se abre ante el visitante, al interrogarse para comprender el sentido de este lugar que sigue haciendo referencia a un habitar que sólo se activa en su presencia. La estancia vacía hospeda transitoriamente a quien se introduce en su interior, sólo vallado por uno de los lados, invitando a ser atravesado. Los muros imaginarios son invención del transeúnte anónimo que asocia el habitar con un refugio cerrado donde guarecerse. La artista ha querido que la visita fuera una experiencia para el sujeto que acude a contemplar las arquitecturas que ella ha creado. Una experiencia de conocimiento por la cual se le invita a ser partícipe de la propuesta que hace en función de un criterio selectivo que pone a prueba su capacidad de observación. De ahí que la prolongación del recorrido suponga acceder a la percepción y comprensión de esta gran estructura que ella denomina “medidor de incertidumbres” y que incorpora deliberadamente avanzando sobre los escalones delanteros, donde clava a diferentes alturas los hilos que cuelga desde la parte superior tocando con la barandilla de la segunda planta.
Desde el otro lado del edificio, el dibujo conforma una estructura geométrica, ni pintura ni escultura, que abre un campo relacional más próximo a la arquitectura, cubriendo el amplio frontal que se abre a la vista del público. Se trata de arquitecturas extremas que no se habitan, aunque necesarias para la especulación de formas límite que son las que transforman la percepción de los lugares construidos por el hombre. La línea aparece como el eje de un acontecer espacial que parece dibujar por sí misma, hasta formar una cosmografía a modo de mapas imaginarios como los que ella acostumbra a diseñar en su fantasía superponiéndola a un lago o a un cielo nublado, encima de una colina o en el campo. Su producción en este terreno es fecunda a partir del momento en que la línea dibuja el volumen sin peso ni grosor, como si se tratara de cuerpos o formas sensibles, cuya transparencia elimina una dimensión innecesaria para la representación de un ser o estar en el mundo, que el existir desfigura, deshace o descompone. En todos, se hace insistencia en el dibujo en tanto que escritura de la forma y en todos se realiza la idea de que la línea es un acontecer del tiempo en abstracto. La facilidad con la que ella ocupa el aire, como equivalente al vacío por su indefinición, potencia el dibujo en la base de su trabajo, actualizando la vigencia de este formar en el campo del arte contemporáneo, donde aquel no siempre se reconoce como tal al reemplazarse a menudo por las habilidades de las máquinas en una sociedad de la información que antepone la tecnología de los medios a la transformación de lo que sabemos en conocimiento.
Ella hace construcciones con los hilos mediante los que teje el dibujo –tejer es una actividad que anticipa la reivindicación de género, cuando el objeto es contrario a la sumisión y la obediencia, y se trata de reinventar la condición de la mujer artista recurriendo a los mismos instrumentos que han servido para dominarla o someterla. Los hilos que ella escoge, negros, rojos o blancos, a modo de cuerdas o cables, son comparables a rastros de luz o puentes de unión entre islas imaginarias hechas de puntos en el espacio, que ella detecta en muros, techos o suelos, o simplemente en la atmósfera y en la naturaleza en general, y que al unirlos entre sí crean formas que de otro modo no existirían, sean cuales sean las semejanzas con formas del mundo real. El sistema de referencias en el que se apoya avala una producción que se arriesga a plantear composiciones, que en apariencia se despliegan espacialmente, sin voluntad de parecerse entre sí ni de adherirse a corrientes ni tendencias.
La historia de la abstracción geométrica desde los años 20 del siglo pasado ayuda a entender prácticas artísticas alternativas como la suya, pero lo que de verdad contribuye a su comprensión son las afinidades electivas de la artista, cuya conexión con la cultura japonesa resulta evidente, aunque no siempre consciente con la misma fuerza. Esta dimensión de su trabajo no es, sin embargo, excluyente de una experiencia más amplia, la de una vida que transcurre en diferentes lugares del mundo, de Egipto a Japón, aunque marcada por el viaje de formación que ha sido siempre el tipo de viaje que caracteriza sus desplazamientos. Del mundo árabe al sudeste asiático, estableciendo rutas para atravesar territorios y culturas, sus aproximaciones y distanciamientos se equilibran en una imaginación que almacena experiencias, que recuerda y olvida, y cuya movilidad no encuentra obstáculo. Por analogía, parece como si la experiencia del viaje se trasladara en la práctica al dominio del lenguaje y de la escritura gestual, fuente de expresión en sus intervenciones espaciales.
Retrocediendo hasta el principio del itinerario expositivo marcado por la artista, a través de las fases o etapas del camino –el pasadizo, la casa, la habitación y el medidor de incertidumbres– el final del recorrido nos devuelve al inicio en virtud del reflejo que se produce en el espejo colocado estratégicamente sobre uno de los muros. Un espejo que deforma aquello que se ve sobre la faz de metacrilato, a cuyos pies se desploma una lluvia roja de cuerdas que se anudan en el suelo en semicírculo, formando un mandala, cuya otra mitad es la imagen que se reproduce en el cristal. Aunque parece como si el espejo fuera una ventana que separa el dentro y el fuera, lo real y lo imaginario, la verdad y el engaño. Ella deliberadamente ha escogido el espejo como artefacto mágico que reflejando la realidad es también susceptible de deformarla. Tú miras al espejo y el espejo te mira a ti y todo lo que está detrás de ti o a tu alrededor y que te es dado ver gracias a la devolución que hace el espejo mediante el truco del reflejo.
El espejo es un artefacto que ha ocupado un importante lugar en la mitología y ha sido también alimento de supersticiones múltiples, como se desprende de la segunda parte de “Alicia en el país de las maravillas”, “A través del espejo”, donde Alicia se pregunta qué debe haber al otro lado del espejo y para saberlo lo atraviesa y se encuentra en una sala, donde descubre las piezas de un juego de ajedrez y un libro de poesía escrito del revés, que sólo puede leer reflejándolo en el espejo. Sale a continuación de la casa del espejo y entra en el mundo del espejo, donde lo primero que se encuentra es un jardín donde las flores hablan. Jorge Luis Borges comentaba el miedo que le daban los espejos en la infancia, no entendiendo el misterio por el cual aquello que se coloca delante suyo se duplica reapareciendo sobre su superficie. Fundado o infundado, este miedo a los espejos se puede descifrar en la fábula “El espejo y la máscara” de este autor, o en el poema que les dedica en el volumen “la Rosa profunda” (1972-1975) de las obras completas, donde interroga al espejo y le acusa de tener poderes mágicos, como la palabra, para duplicar y copiar todo cuanto se le pone de delante, porque “no sé cuál es la cara que me mira cuando miro la cara del espejo”. Poderes que le causan horror, ya que “cuando esté muerto, copiarás a otro / y luego a otro, a otro, a otro…”. Borges decía a menudo estar hecho de tiempo, y lo que más le desesperaba era su irreversibilidad, no poder detenerlo ni cambiarlo, como sus “ojos muertos” y la soledad de la ceguera.
Los nudos de lana roja que se amontonan en el suelo forman un charco de sangre, nudos de conflicto que se heredan sin resolverse y que el espejo deforma en una especie de mandala al duplicarlo. A propósito, las alusiones de la artista a esta figura retórica no son gratuitas ni aleatorias; ella relaciona el mandala con un diagrama cosmológico o representación simbólica del macrocosmos y el microcosmos, presuponiendo su universalidad, a partir del carácter espiritual y ritual que conserva desde el inicio de los tiempos. En el círculo con forma de almendra, en el que se han depositado las cuerdas rojas sobrantes de su instalación, el mandala resultante representa no el universo sino un universo en el que la artista se imagina atraída por el magnetismo de una figura de culto en muchas tradiciones –la mayoría de culturas, incluida la cristiana y la helénica, se identifican con figuras mandálicas–, sobre todo las hinduistas y budistas. Las interpretaciones que se han hecho en oriente y occidente de sus variaciones son inagotables, pero la que más se adecúa a lo que la artista quiere plantear es la que hace Carl Gustav Jung en “Erinnerungen, Traüme, Gedanken” (Recuerdos, Sueños, Pensamientos), donde este último narra que cada mañana dibuja en su cuaderno de notas un pequeño círculo, creyendo reflejar lo que siente y piensa a través de un mandala que traduce su estado de ánimo o en el que proyecta un orden interior que, al exteriorizarse, se puede visualizar e interpretar. Jung entendía que este pequeño dibujo le ayudaba a interpretar los sueños de la vigilia, porque según él, un mandala integra consciente e inconsciente, y el mandala como arquetipo se encuentra anclado en el subconsciente colectivo. Si se considera que este representa al ser humano y que interactuar con las figuras sensibles que lo identifican permite conectarse con el ser o la nada y la esencia del mundo, también resulta verosímil creer que esta figura contribuye a recuperar la unidad del sujeto fragmentado, mediante la práctica de la meditación y la observación detenida del dibujo desde los extremos hasta el centro, donde se concentra la energía que a su vez irradia hacia fuera hasta cerrarse el círculo o el cuadrado que lo contiene.
De hecho, el significado del mandala se asocia a su equivalencia con la representación de un sistema del mundo. Un mandala presupone un centro, y aquello que lo rodea representa lo que significa. Este centro puede ser el yo y aquello que lo envuelve, o el universo, sea cual sea la forma, redonda, cuadrada u ovalada en la que se represente. Si es el centro del universo, este se estructura según lo que se entiende que ha de ser o es un orden del mundo. Hay muchas clases de mandalas y estos se han reproducido sin cesar a lo largo de la historia y en el seno de muchas culturas, representando el macrocosmos y el microcosmos, particularmente en el budismo y el hinduismo. El mandala es para la artista un mapa de caminos que conducen al centro de uno mismo, invitando a rehacer el recorrido hacia el origen del ser y del universo. La figura del mandala evoca un laberinto, de ahí el título de este proyecto expositivo, cuyo destino es la casa de muñecas que se encuentra al fondo, de espaldas a la ventana, dejando ver los edificios de viviendas de la calle principal de Fuenlabrada, que se incorporan así al espacio donde tiene lugar la exposición.
Todo parece mirar a este centro, representado en el mandala que forma el charco de nudos rojos yuxtaponiéndose a su otra mitad, que se completa en el espejo, aunque el efecto óptico provocado por el reflejo no ponga en duda su unidad, sino más bien al contrario, la afirme. La tridimensionalidad de este mandala de mandalas, o mandala expandido, responde a la construcción de un imaginario que une puntos en el espacio, pero a su vez el ser y el no ser del mundo, en un intento de explorar el vacío que la artista propone trabajando con la espacialidad y la temporalidad de una geografía interior, donde sitúa el centro del mundo y del universo. Geografía del laberinto de nuestro inconsciente, que es el mejor símbolo de nuestra perplejidad y lugar en el que nos perdemos irremediablemente, cuando tratamos de salir de él. En este perderse, hay un deambular necesario en busca de lo que creemos ser y a dónde vamos, atravesando espejos para ir al otro lado de nosotros mismos, y descubrir una realidad escrita del revés, que no lograremos entender, a menos que hagamos el esfuerzo de intentarlo y reconocer el enigma de la realidad de lo irreal y de la irrealidad de lo real, tal como los sueños parecen querer demostrar.
Noni Lazaga, La casa del laberinto, CEART, Fuenlabrada, Madrid. Del 3 de septiembre al 25 de octubre de 2015.
Comisaria: Menene Gras Balaguer