
Ane Lekuona-Mariscal, Hacia una historia feminista del arte del País Vasco. Trazando nuevas genealogías 1950-1972, Comares editorial, Granada, 2024. 268 páginas.
DESMONTAR EL CANON, IMAGINAR NUEVOS RELATOS
Rocío de la Villa
La necesidad de establecer nuevos relatos para acoger e interpretar la producción de las artistas, pasa por desmontar antes el relato androcéntrico establecido. Porque una historia feminista del arte no consiste en agregar y poner en valor nombres y obras, que inevitablemente seguirían ninguneadas en tal marco misógino. De manera que es imprescindible evidenciar la construcción del canon masculino.
Para llegar a cabo estos objetivos, Ane Lekuona-Mariscal (Hondarribia, 1994), docente en la Facultad de Bellas Artes de la UPV/EHU, eligió como tema de su Tesis doctoral, con Haizea Barcenilla como tutora y leída en 2021, uno de los periodos más oscuros de nuestra historia, todavía bajo la dictadura franquista, las décadas entre 1950 y 1972, fechas referentes en la historiografía de la construcción del “arte vasco”, marcadas por el proyecto de la Basílica de Arantzazu a comienzos de los años cincuenta y los Encuentros de Pamplona en 1972. Aunque, en realidad, abarca mucho más.
Ya que en la primera parte reconstruye antecedentes y consecuencias, cubriendo el sistema del arte en el País Vasco y la construcción teórica y práctica de la noción de “arte vasco” durante todo el siglo XX. Una síntesis prolija que reúne ensayos, críticas de arte, revistas, exposiciones, adquisiciones de museos e incluso cargos institucionales otorgados a algunos artistas “representativos” donde se describe una escena completamente masculinizada. Por ejemplo, los distintos ensayos que se publicaron sobre arte en el territorio vasco durante este periodo coincidían en incluir un diez por ciento de artistas vascas, “aunque los nombres de ellas variaran”. También se presentaba a las artistas “como un grupo homogéneo y diferenciado del resto de los artistas, lo que hacía que sus contribuciones se consideraran automáticamente secundarias, nunca como elementos constitutivos del esquema de influencias que sustentaría el relato”. Sin duda, mecanismos androcéntricos y sexistas constantes que podríamos identificar en las historias del arte español, o de cualquiera de sus territorios, con argumentos “que hoy en día catalogamos de esencialistas, machistas, biologicistas o supremacistas”. Resortes de un relato desarrollado bajo variadas vertientes ideológicas pero, en todo caso, con una mirada androcéntrica, que se consolidó en el periodo democrático y, gracias a su naturalización, llega hasta la actualidad. Puesto que muchos y algunas de los que construyeron y consolidaron el relato “oficial”, aún vigente, todavía viven e incluso disponen de cierto poder en el sistema artístico, y aunque el PNV en los últimos tiempos haya corregido een parte el machismo estructural de su política cultural, este ensayo crítico es también valiente.
En un intento de equilibrar la balanza, un segundo bloque está dedicado a la categoría “artista mujer” que, incluso en la Transición democrática, condicionó el “exilio doméstico” de artistas que, contra todo pronóstico, viajaron primero a Madrid y después a países europeos para proseguir sus estudios, pertenecieron a grupos de los que luego fueron borradas e incluso llegaron a tener protagonismo en la escena artística, lo que repercutió en su presencia en los medios. Lekuona-Mariscal subraya cómo entonces los periodistas las juzgaban por su aspecto físico, las infantilizaban relegándolas a alumnas o seguidoras de artistas hombres, incidían en su desconexión de la “realidad vasca” y en el mejor de los casos, se las consideraba “excepciones” a valorar por el “carácter masculino” de sus obras. Compensando toda esa misoginia, destaca en este apartado el análisis de la autora sobre los autorretratos durante las décadas de los 50-70 de Ana Mari Parra, Mari Paz Jiménez, Sol Gorbea, Isabel Baquedano, Marta Cárdenas y Laura Esteve. Y esto, entre las decenas de pintoras y escultoras mencionadas en este capítulo, nacidas o residentes en el País Vasco, en territorio español y francés.
Tras estos dos amplios panoramas, se entra de lleno en el meollo de la cuestión: el deseo nacionalista por defender un arte representativo de la identidad vasca saciado por una abstracción geométrica, descrita en términos tan viriles como la configuración del expresionismo abstracto estadounidense en la década de los años 50. Y que serviría, primero, para blanquear la cultura de la dictadura franquista en el exterior, como es sabido; y después, en la propia comunidad vasca y bajo la coartada de crítica al franquismo y adhesión al nacionalismo del PNV, para rellenar con obras desde los museos hasta entornos urbanísticos del más pequeño rincón, firmadas por un selecto grupo de artistas ensalzados como auténticos héroes de la masculinidad hegemónica, con resabios incluso metafísicos. A cualquiera le vendrá inmediatamente los nombres de los escultores Oteiza, Chillida, Basterretxea: genios vascos contemporáneos, del orden y el concepto, distintos a los genios pintoresde la modernidad Picasso, Miró o Dalí de una España considerada desde aquella óptica pasional, colorida y feminizada. En cambio, la figura de la pintora María Paz Jiménez se muestra decisiva “para descentrar la historia oficial de la abstracción en el País Vasco”. Historia de la que se da buena cuenta aquí, trayendo a colación numerosos fragmentos de textos de la época que evidencian tal construcción sexuada de estereotipos, que excluyó a las numerosas pintoras que se sumaron a la abstracción durante los años sesenta.
Además de la abstracción, la técnica y los materiales también discriminaron la valoración de la producción de las artistas. La escultura con evidente impronta androcéntrica fue la técnica privilegiada durante este periodo en el País Vasco, “relacionando madera, piedra y hierro con territorio, cultura y tradición”, como ya apuntó Nekane Aramburu. Una técnica, sin embargo, practicada por muy pocas artistas en el Estado español antes de 1970 y siempre reflejada en la prensa como la gran excepción. Lo que no alentaba, en absoluto, a las jóvenes artistas a practicar la escultura. Y sobre todo, dejó fuera de foco otras técnicas que sí tenían larga tradición entre las artistas, como textiles, cerámica, esmaltes y todo el campo de las artes gráficas, desde la ilustración a la fotografía innovadora de Lydia Anoz.
Al final, la propuesta en el título de este ensayo: Hacia una historia feminista del arte del País Vasco, se invierte en una aproximación al feminismo (o protofeminismo) en el arte producido por artistas vascas y la posible trama de genealogías tras el final de la dictadura. Partiendo de la oposición al franquismo como un ingrediente que también se valoró en los creadores del “arte vasco”, Ane Lekuona-Mariscal cuelga la pregunta de por qué se excluyó de ese “arte político” las representaciones que hicieron las artistas figurativas, en distintos y sucesivos estilos, de la vida doméstica de las mujeres. Teniendo en cuenta que si la dictadura fue un régimen opresor de pérdida de libertad y derechos para todos, aún más lo fue para las mujeres, que pasaron a ser tuteladas en cualquier ámbito por padres y maridos. Cuestión de calado, ya que obviamente puede aplicarse a toda la península (también Portugal sufrió una dictadura paralela). Y tanto más, cuando replantea el conocido lema de los años setenta “lo personal es político” en una escena anterior. Por ejemplo, las madres solitarias, viudas y solteras de Begoña Izquierdo disentían de la madre sacrificada y feliz de nacionalcatolicismo. Así como las representaciones domésticas de la realista Carmen Maura cuestionaban la compatibilidad del trabajo productivo y reproductivo. E Isabel Baquedano ironizaba ya en lenguaje pop sobre la llegada de los nuevos electrodomésticos. Pero por infravalorar, incluso se minorizó y en gran medida se borró la producción de María Franciska Dapena que, perteneciente al grupo vizcaíno de Estampa Popular y al PCE-EMK, pasó dos años en la cárcel.
Otra aportación interesante es la reconsideración de las artistas María Paz Jiménez, Menchu Gal y Francisca Bartolozzi, entre otras, que iniciaron su trayectoria antes de la Guerra Civil y siguieron siendo “mujeres modernas” a pesar del régimen, como una generación “puente” y germinadora hacia las que comenzaron a rebelarse con emociones y lecturas feministas en los años sesenta y setenta, como Esther Ferrer y Marisa González. Se salva así el oscurantismo de aquel negro periodo para revalorizar nuevas tramas y otros imaginarios posibles de relatos alternativos.